16.7.07

EN RESUMIDAS CUENTAS: Puro entretenimiento

Tras ver esa cosa que llevaba por título La Isla, no tenía muchas esperanzas en torno a Transformers, el nuevo trabajo de Michael Bay. La verdad es que, al final y limando ciertas asperezas, me lo pasé pipa con los robotijos transformistas. El ritmo imprimido por su realizador y, ante todo, la inesperada recuperación de un tipo de cine fantástico y de aventuras que estuvo muy en boga en las pantallas de los años 80, han obrado el milagro.

Transformers rezuma el mismo espíritu desenfadado que desprendían películas como Los Goonies, Cortocircuito, Regreso al Futuro o Gremlins. Entretenimiento y sentido del humor al cien por cien, sin coartadas de ningún tipo y siguiendo un sencillo, aunque eficiente, hilo argumental: el del combate de dos razas alienígenas robóticas, iniciado muchos siglos antes y que continúa en la Tierra de nuestros días. La lucha por el poder y el destino del Universo, mantenida por los malvados Decepticons y los honrados Autobots, implicará en la historia a Sam Witwicky, un joven adolescente al que, su recién comprado coche de segunda mano (un Autobot camuflado), le solicitará ayuda para frenar la maldad de sus enemigos y salvar el destino de la Humanidad.

La brillante interpretación de Shia LaBeouf (al que recientemente se le ha podido ver en Memorias de Queens) le otorga una entidad especial al personaje de Sam; un personaje que, sin lugar a dudas, está trazado con el mismo molde con el que se dibujaron aquellos otros jóvenes que, hace un par de décadas, protagonizaron los productos referenciados anteriormente. Vaya, que entre el Marty McFly de Regreso al Futuro (al que daba vida Michael J. Fox) y el tal Sam Witwicky, existe una distancia mínima.

Una cinta trepidante, capaz de rendirle tributo, de manera elegante, a unos juguetes que causaron furor en los Estados Unidos cuando salieron a la venta en 1984, pero a la que, sin embargo, le sobran unos veinte minutos de metraje y unos cuantos helicópteros. Y es que parece que Michael Bay, sin esos artefactos voladores, no es capaz de enfrentarse a un nuevo rodaje por mucho Steven Spielberg que aparezca acreditado en la producción ejecutiva.

Por cierto, me olvidaba. Préstenle mucha atención a Megan Fox: la niña está de rechupete.


Otro entretenimiento, pero en este caso menor e igualmente dirigido al público juvenil, es el que ofrece Geoffrey Sax a través de Alex Rider: Operación Stormbreaker; una distraída nueva vuelta de tuerca al universo de James Bond en versión teenager.

Su protagonista es el tal Alex Rider del inacabable título español: un muchacho que perdió a sus padres en un accidente y que, desde temprana edad, vive al lado del enigmático y viajero tío Ian. Al morir asesinado, descubrirá que la verdadera profesión de éste era la de agente secreto empleado en el MI6 británico. Reclutado por el mismo servicio de inteligencia, Alex recibirá el encargo de terminar la misión iniciada por su difunto pariente: una labor ciertamente peligrosa, en la que una red de ordenadores cargados de un virus letal y destinados de forma gratuita a todas las escuelas del Reino Unido, podrían brindarle, en bandeja de plata, el dominio del país a un villano de claras connotaciones jamesbonianas.

Las presencias, siempre de agradecer, de gente como Mickey Rourke –el estrafalario Darrius Sayle, el malvado de turno-, Ewan McGregor –protagonista de su acelerada aventura inicial- o Stephen Fry –homenajeando, a través de sus gadgets, a un muy particular Mr. Q-, compensan, de largo, la poca entidad que le otorgan, a sus respectivos personajes, el debutante Alex Pettyfer (Alex Rider) y la siempre insulsa Alicia Silverstone.

Un producto sencillo y agradable que, desde la serie B y sin llegar al delirio visual del Robert Rodríguez del primer Spy Kids, está destinado claramente a los más jóvenes de la casa. Y es así como hay que disfrutarlo: con los mismos ojos que ellos y sin buscarle tres pies al gato. Y es que a un servidor le gusta, de vez en cuando y teniendo en cuenta que le quedan menos de tres años para llegar a la cincuentena, sentirse nuevamente picado de acné; aunque sea sólo durante una escasa hora y media.

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