En la cinta original, una tribu de lapones en Escandinavia, veía amenazada su vida y sus tierras ante la invasión de un clan enemigo dispuesto a arrasar con todo. En El Guía del Desfiladero, Nispel se ha centrado en las junglas de América del Sur, justo 500 años antes de la llegada de Cristobal Colón. Allí y en un pequeño enclave, una aldea de indígenas formada por los Wampanoag, recibirá el brutal embate de un desalmado grupo de sanguinarios vikingos. Un joven nórdico, apodado Ghost y acogido desde muy temprana edad por los Wampanoag, se verá obligado a vengar la muerte de sus padres adoptivos a manos de los de su misma raza.
La brutalidad de sus escenas y una cuidada (aunque empalagosa) fotografía, muy al estilo de la empleada por Tony Scott al principio de su filmografía, son los elementos más destacados del film. Elementos que, por otra parte, anulan totalmente la mínima entidad de sus personajes y su nimio y casi inexistente guión. La labor de su insípido casting, en muy poco ayuda al buen rendimiento de la cinta: actores de tercera y cuarta fila, reciclados de subproductos y telefilmes baratos que, más que interpretar, tan sólo se pasean y ponen sus caretos ante la cámara.
Es una pena que, un film pensado inicialmente para entretener, acabe aburriendo a las plateas. Y es que, llenando únicamente la pantalla de innumerables detalles rayanos en el gore, no hay suficiente como para darle un poco de vida a un producto. El tal Marcus Nispel debería darle un largo repaso a Apocalypto antes de embarcarse de nuevo en una aventura de características similares.
Mientras El Guía del Desfiladero nos acerca al mundo salvaje de un guerrero de los de antaño, la británica Andrea Arnold y desde Red Road -en su primer largometraje como directora-, aproxima al espectador a una combatiente mujer urbana de tomo y lomo: una funcionaria, madura y desolada que, empleada en el servicio de seguridad del ayuntamiento de Glasgow, decide planificar su personal y milimetrada venganza sobre la persona que arruinó su vida en el pasado. El objetivo de ésta es un ex convicto que, debido a su buena conducta, ha salido de prisión mucho antes de cumplir íntegramente su condena.
El trabajo de Andrea Arnold está cargado de buenas intenciones, pero se muestra incapaz de entrar a saco en la (única) parte verdaderamente suculenta de la historia. Esa sociedad hipercontrolada del maldito Gran Hermano en la que vivimos inmersos, con numerosas cámaras de vigilancia distribuidas por todas las poblaciones, es tan sólo un esbozo de la fuerza crítica que podría haber asumido la realizadora. Pero no se atreve a ir más allá; sólo se queda en eso: en un retrato, un tanto frívolo y sin implicaciones de ningún tipo, sobre la violación de la intimidad de las personas.
Red Road, erróneamente, prefiere hacer un viaje introspectivo y a fondo sobre la psicología de sus dos personajes principales: la resentida Jackie y el pendenciero Clyde. La que antaño fuera víctima, ahora se convertirá en cazadora.
La agobiante lentitud de su narración, los tiempos muertos utilizados, la inexpresividad de la actriz que da vida a Jackie (Kate Dickie) y la poca credibilidad que ofrece la relación establecida entre los dos desarraigados protagonistas, marcan uno de los films más fríos, tediosos y pedantes de la temporada.
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