Sevilla, finales de los años 80. La ciudad andaluza se prepara para vender su mejor imagen al resto del mundo. La maquinaria para poner a punto la Expo del 92 empezaba a ponerse en marcha al tiempo de uno de sus engranajes, el policial, iniciaba una limpieza de individuos “indeseables” de las calles sevillanas. Camellos, prostitutas y drogadictos debían ser alejados del centro turístico. Una de las brigadas destinada a tal saneamiento fue el denominado Grupo 7, una cuadrilla formada por cuatro inspectores de la Policía Nacional dispuestos si era necesario a saltarse la ley para cumplir sus ordenes.
Este es, en breves palabras, el punto de partida de Grupo 7, un prometedor planteamiento al servicio de una película que, pese a sus buenas intenciones, se le escapa de las manos a su director, Alberto Rodríguez, el mismo que debutara en el 2005 con 7 Vírgenes, un título con el que mantiene ciertos paralelismos, tanto en lo que se refiere a su aspecto pretendidamente realista como en la descripción de ambientes suburbiales en donde la miseria campa a su aire.
Es innegable que la fuerza de las imágenes es lo mejor del trabajo de Rodríguez; una fuerza que nace de su cuidada fotografía y de ese buscado verismo a través de la filmación cámara en mano, como si de un docudrama se tratara, tanto en sus escenas más intimistas como en las bien resueltas escenas de acción, de entre las que sería necesario destacar la persecución inicial sobre los tejados de una barriada sevillana.
Hasta aquí todo bien. Incluso sus actores están perfectos en sus distintos roles, siempre y cuando se tenga en cuenta lo justito que llega en general a sus papeles el sobrevalorado Mario Casas. En este aspecto, sólo por ver la contención de la que hace gala Antonio de la Torre en la piel de un poli al límite del desbordamiento, ya vale la pena acercarse a este Grupo 7. El gran problema de la cinta estriba en la falta de una historia mínimamente lineal, pues todo su intríngulis argumental se basa en exponer una serie de episodios anecdóticos sobre los trapicheos y acciones de la brigada ensartados a través de unos cuantos detalles sobre la vida personal de sus protagonistas. No hay más. El resto ya nos lo conocemos de muchos otros títulos que versan sobre maderos pasados de rosca, empezando por esa fragilidad que demuestra el ser humano frente a situaciones en las que resulta muy fácil saltarse las normas a la torera.
Y lo peor de todo es que, cuando uno ya está cansado de chascarrillos y trances de extrema violencia (física y psíquica, todo hay que decirlo), a su director se le va la bola y olvida que pretendía vendernos una película de tintes realistas, endilgándonos un final de lo más ridículo y risible (y no precisamente muy creíble), en donde adquieren un protagonismo especial los vecinos del barrio más castigado por los integrantes del Grupo 7.
Un film fallido, aunque con aciertos interesantes, como ese desparpajo que demuestra a la hora de afrontar un thriller con personalidad propia, muy hispánica, sin tener que recurrir a tics y modos del cine norteamericano.
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