La pasada semana, decidido a hacer penitencia, encaminé mis pasos hacia una sala en la que se proyectaba Shame. A pesar de su aspecto a priori gafapastoso y de mis serias (aunque erróneas) dudas sobre la cinta, he de confesarles que me sorprendió gratamente. Quizá el adverbio “gratamente” no sea el más adecuado en este caso, pues lo que se dice “grata” no lo es en absoluto, pues se trata de una película enfermiza, dura y no precisamente alegre. De hecho, Shame es igual de desoladora que la melancólica versión que de New York, New York interpreta una espléndida Carey Mulligan en una de sus escenas.
El film significa el segundo trabajo como director de Steve McQueen -un londinense de color que se llama igual que el recordado protagonista de La Gran Evasión-, tras su presentación en sociedad con Hunger, título no estrenado en España. En esta ocasión, se centra en el personaje de Brandon, un neoyorquino solitario y atrapado por el sexo. Para él las mujeres son simples utensilios de placer, un objeto de usar y tirar. De hecho, en sus numerosas relaciones, nunca va más allá con ellas de lo que hace en sus constantes evasiones masturbatorias, ya sea en su casa o en los aseos de la oficina en la que trabaja. Un hombre consciente de su desorden y que, en su perturbación, intentará poner fin a sus desmanes limpiando su apartamento de cualquier tentación posible.
La historia de un tipo enfermo y autodestructivo y sobre la cual, McQueen, jamás entra en detalles específicos sobre su conducta o su pasado; un pasado que se presume oscuro y con trauma consanguíneo incluido. Parca en palabras, nunca enseña sus cartas al completo. Su guión es sibilino. Muestro lo mínimo y deja que el espectador recurra a su intuición. Y, para ello, apela a largas escenas sin apenas montaje, como las caminatas urbanas de Brandon o el encuentro en la habitación de un hotel con una compañera de trabajo.
A pesar de estar filmada íntegramente en la ciudad de Nueva York, se trata de una producción británica. Con la mojigatería que destilan el grueso de producciones norteamericanas actuales, difícilmente desde ese país hubiera nacido un trabajo de estas características, en donde, precisamente, las escenas de sexo, al contrario que su narrativa, son lo de lo más explícito.
Atención a las excelentes interpretaciones de un Michael Fassbender claramente en alza (tranca incluida) y de una Carey Mulligan sombría, atormentada y anémica de cariño. Él es Brandon, ese adicto al sexo que persigue a las mujeres como si se tratara de un león en busca de su presa (magnífica la reveladora escena del metro tras ser tentado por una atractiva rubia); ella es Sissy, su hermana, una chica rebelde que, con su aparición, invadirá la díscola intimidad del apartamento de Brandon. Dos brillantes actores entre los que se crea una química indescriptible y al mismo tiempo malsana.
Debido a su desgarradora visión del tema, puede resultar un film molesto e incómodo para cierto sector del público, aunque totalmente necesario. Seguro que Michael Douglas, con su visionado, ha recordado sus viejos tiempos de adicción antes de ser domesticado definitivamente por Catherine Zeta-Jones.
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