16.6.05

El hombre del traje azul

Ayer por la tarde tuve la ocasión de recuperar un espléndido film que, en su día, se me escapó. A pesar de las buenas críticas recibidas, éste fue pésimamente estrenado y aguantó muy poco tiempo en las salas comerciales de nuestro país. Se trata de, Punch-Drunk Love (Embriagado de Amor) , el último largometraje de Paul Thomas Anderson.

Algunos aseguran que se trata de una obra menor del realizador. De ningún modo creo tal afirmación, pues Punch-Drunk Love es tan efectiva y original como Boogie Nights o Magnolia, aunque, en algunos aspectos, cambie de tercio. Sigue fiel a sus personajes atípicos y un tanto neuróticos, pero decide dejar a un lado ese aspecto coral, con que dotó a esos dos títulos anteriores, para darle un tono mucho más intimista y acentuar, de esta manera, aquellos retazos de comedia que ya se atisbaban en esos trabajos, apostando, además, por una narración lineal. Una comedia romántica, de pinceladas surrealistas y regada de un tono cínico y una mala leche que ya no recordaba desde que Billy Wilder decidió cambiar de barrio.

La historia de Punch-Drunk Love se centra en Barry Egan, un triste y gris propietario de un peculiar taller, parco en palabras, de aspecto tímido y de reacciones insospechadas e incluso, a veces, explosivamente violentas. Criado, en su infancia, entre siete hermanas y cansado de las continuas e hirientes bromas de ellas sobre su posible homosexualidad, se ha convertido en un ser solitario que busca refugio en coleccionar centenares de natillas -aprovechando una errónea promoción publicitaria de la casa comercial propietaria de las mismas-, con la única intención de acaparar miles de millas aéreas gratuitas,. Reservado y poco expresivo, ninguno de sus compañeros de empresa entiende el porqué, un buen día, decidió cambiar su sucia ropa de trabajo por un impecable traje azul. Ni él mismo sabe dar una explicación al respecto. Y es que, en realidad, Barry Egan necesita, con cierta urgencia, un psiquiatra o una chica en la que buscar apoyo.

La verdad es que P. T. Anderson estuvo totalmente acertado al elegir a Adam Sandler para dar vida a ese reservado y timorato Barry Egan. Personalmente, nunca habría confiado en este cómico, pero en esta ocasión, el hombre está genial, soberbio. Se ha sacado todos los tics de encima -adquiridos durante su paso por el famoso show televisivo Saturday Night Live-, para perfilar, a la perfección, a un hombre agobiado y al límite, con ganas de huir de su rutina habitual y dejar muy lejos a una familia que le exprime y achucha como si aún se tratara de un niño de pocos años. Es por ello que, buscando nuevas experiencias, acabará poniéndose en contacto, a través del teléfono y de la soledad de su apartamento, con un número erótico para charlar con una chica que le ponga un poco caliente, ignorando que esa acción le va a enfrentar con un problema mayúsculo.

Emily Watson, la mujer que se cruza en su camino y en la que descubre a su posible media naranja, es el perfecto reverso de la moneda de Barry Egan. Al contrario que éste, ella es sosegada, tranquila y cariñosa. Le atraen las extravagancias de ese hombre enfundado, día y noche, en su psicodélico traje azul. Están hechos el uno para el otro, pero antes él tendrá que sacarse de encima sus centenares de natillas y resolver su conflicto con la línea de teléfonos erótica.

Filmada a través de largos, atractivos y meticulosos travellings y utilizando una magnífica fotografía que, preferentemente, retrata la relación de la pareja protagonista mediante sorprendentes contraluces (inolvidable la escena del encuentro en Hawai), P. T. Anderson ha buscado una estética muy particular para su película, rodeando a sus personajes de interminables y laberínticos pasillos e insertándolos en escenarios desamparados y fríos, como el taller en donde trabaja Sandler o el propio apartamento de éste.

Un más que recomendable producto independiente, fresco y original. Totalmente innovador. Una nueva manera de narrar una historia romántica envuelta, en todo momento, de inesperados y bruscos golpes de efecto cercanos al más puro slastick (caídas tontas, accidentes de coche, roturas inesperadas) que, en general, nunca afectan directamente al extraño Barry Egan, pero si que ocurren en su entorno más cercano, perfilando aún más ese carácter, entre gafe y patoso, con el que se desenvuelve el personaje.

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