14.6.05

Comiqueando (pero poquito)

Después de una celebración familiar de esas, un tanto neuróticas, en las que se festeja un poco de todo, acabé la tarde del sábado de la manera más extraña posible. Aunque, a la vez, deliciosa.

Como ustedes habrán podido observar, yo no soy muy comiquero, pues desde hace muchos años me quedé en Tintín y en Astérix, a los cuales sigo siendo fiel. Lo mío es el cine, en toda su extensión. A pesar de ello, mi perverso cuñado Absence, a media tarde, con los efluvios alcohólicos aún encima, me cogió de la manita y me acercó hasta el Saló del Còmic.

¿Qué hacía un tipo como yo en un sitio como ese? El recinto parecía el metro en hora punta y, a pesar del aire acondicionado, hacía un calor de mil pares de cojones. Me sentía como un ser perdido en medio de un país desconocido, lleno de extraños y rocambolescos personajes. “Son frikies”, me aclaró el experto Absence. “Ah”, contesté yo mientras me aseguraba que aún estaban, en el interior de mi cartera, las preciadas tarjetas de crédito.

De tebeos y libros no hojeé ni uno. Mi mirada se perdió en busca de estrafalarios disfraces. Había gente de todo típo, desde émulos de los personajes más siniestros de la saga Star Wars hasta tentadoras enfermeritas y caperucitas rojas de ajustadísimas minifaldas y cuerpos exuberantes. Por haber, incluso había un par de rubitas ñoñas, un tanto ridículas que, desde el stand de Com Radio, ofrecían un desafinado concierto acústico a los allí presentes. Según me contaron, una de las dos cursis desentonadas salió, no hace mucho, en ese programa de La 1 en la que un par de personas se intercambian, durante unos días, sus vidas. Lamentable.

Pero todo no fueron sufrimientos, pues por fin pude conocer a Sark (el de ADLO). Un Sark que para mí siempre será Jónatan, aquel que se caga en mi puto HaloScan cada vez que intenta comentar alguna cosa. Un ser maravilloso y encantador que vino a mí con un presente, un libro que, desde tiempos inmemoriales, quería regalarme. Se trata de Moteros Tranquilos, Toros Salvajes, de Peter Biskind, obra en la cual se basaron para filmar el documental cinematográfico La Generación que Cambió Hollywood. Entre pompas y boato, pudimos sacar un documento gráfico del momento del encuentro y, por consiguiente, de la entrega del ejemplar, todo ello ante la atenta mirada de uno de mis lectores más cachondos, El Señor Lechero (fuera de cuadro), el cual, en esos momentos, estaba a punto de abandonar ya el Saló.

Pues nada, que estuvimos allí, todo el rato, hablando de cine. De los grandes clásicos, de los giallos, de la basura, de... De mucho, vaya, De pie, como los rudos mozalbetes de antes, sin tener en cuenta que las piernas (y el cuerpo) pedían un descanso. No sólo estaban Jónatan y mi cuñado, sino que también se sumaron a la tertulia Mauricio, un abogado pillado por la filmografía de Billy Wilder y, como caído del cielo, conocí al magnífico C. Rancio, ese docto señor que, para la sección Ustedes lo han querido, suele solicitar títulos tan magníficos como Comando en el Mar de China o El Tercer Hombre. Él si que sabe.

Total que, entre sudores, me tragué casi de un sorbo el contenido de una lata de Coca-Cola (¡por el estruendoso precio de 1 euro con 75 céntimos!), terminé de charlar con esa gente con la cual ya empezaba a familiarizarme y regresé, felizmente aunque abatido, hacia mi domicilio conyugal, tarareando, para mis adentros, aquello tan popular de “aivó, aivó, a casa a descansar...”.

El metro fue una extensión más del ambiente del Saló del Còmic, aunque con una diferencia evidente. Mientras en el encuentro comiquero la gente se disfrazaba para pasárselo bien, los del metro iban de estrafalarios, pero ataviados según las tendencias de sus respectivos países natales. Rusos, peruanos, japoneses, chinos, pakistaníes, hindúes... Y allí, en medio de tan variopinta fauna, Spaulding, con sus pies doloridos, golpeado por la "fragancia" de mil y un perfumes y agarrado fuertemente al libro que le acababa de regalar Jónatan.

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