5.6.05

Santo: el refrito ideal

Tal y como prometí hace pocos días en uno de los comments, he podido localizar el artículo que publiqué hace unos años en el diario oficial del Festival de Sitges, con motivo de un pequeño ciclo sobre Santo el Enmascarado de Plata y algunos de sus clones, y que fue proyectado en la sección Brigadoon de ese certamen. Las películas programadas en esa ocasión fueron cedidas a la organización, de manera desinteresada, por Absence y un servidor de ustedes.

A continuación les cuelgo el citado artículo, convenientemente actualizado y remozado.

¡VIVA SANTO!

Del mejicano Santo el Enmascarado de Plata guardaba, de cuando era crío, una imagen un tanto sombría y, en ciertos aspectos, aterradora. Recuerdo haber sufrido, como nadie, con las aventuras de ese musculoso profesional de la lucha libre (aunque un tanto fofo en sus últimas películas), cuando se enfrentaba, con total desparpajo, a los poderes más oscuros del mal, tanto si se trataba de mafiosos sanguinarios como de descabellados monstruos de cartón piedra surgidos, todos ellos, de la calenturienta imaginación de un grupo de directores y guionistas que trabajaban bajo mínimos en cuanto a presupuestos se refería. Incluso su fantasmal aspecto, que le hacía esconder su rostro tras una máscara plateada, consiguió robarme el sueño en más de una noche

¡Cómo temblé cuando, en compañía de su colega Blue Demon, hizo frente a una troupe de criaturas infernales en Santo y Blue Demon Contra los Monstruos!. Frankenstein, el conde Drácula, el Hombre Lobo, la Momia y un Cíclope con pantalones cortos, recibían merecidos mamporros de nuestro héroe por haber aterrorizado a las taquillas de medio mundo, al mismo tiempo que seguía repartiendo coscorrones a sus variopintos contrincantes, en sus numerosos combates profesionales en el cuadrilátero de La Arena, su verdadero modus vivendi.

No sólo se atizó Santo con seres surgidos de ultratumba, sino que el hombre (a imagen y semejanza del James Bond más conneryano) inclusive llegó a ejercer de superagente secreto al servicio de la mismísima Interpol. Su máscara de plata, su ceñido tanga y su larga capa fueron el look más idóneo y delirante para pasar totalmente desapercibido en su faceta como discreto espía internacional y, tal y como demostró en Operación 67, no dudó ni una décima de segundo en trepar por la fachada de una solitaria iglesia, enclavada en medio de un despejado desierto, si con ello conseguía escapar de las garras de un siniestro enemigo. Rodeado de gadgets sacados de un todo a 100 de la época y de macizorras féminas en bikini (a las que se las reconocía por sus nada disimulados asomos de celulitis), el tipo no escatimó en gastos a la hora de combatir las fuerzas del mal, demostrando por todo lo alto que, conduciendo con su pericia habitual un lujoso descapotable, podía dejar en el mayor de los ridículos al famoso Aston Martin de 007.

Curiosamente, el miedo que me hizo pasar la enigmática presencia del aguerrido luchador en mis años mozos, acabó transformándose en delirantes carcajadas cuando traspasé la frontera de la adolescencia, al tiempo que descubría, gracias a él y entre otras muchas cosas, el verdadero significado de las palabras psicotrónico y cutrón. El héroe mejicano por antonomasia se había convertido, para mí, en un fantoche peleón, de desbordantes michelines, pletórico en su parca fraseología de investigador de tres al cuarto y un tanto lento de movimientos y reflejos a la hora de poner a caldo a sus patéticos adversarios, aunque siempre bajo el encantador e indescriptible sentimiento nostálgico y cariñoso que aflora al recuperar olvidados recuerdos de un pasado un tanto kitsch y demodé. A pesar de su envejecimiento prematuro (tanto mental como físico), seguía siendo la presencia ideal para adornar una escenografía tan escandalosamente pop como la de sus films, desenvolviéndose en medio de ésta con más soltura y elegancia que Audrey Hepburn y George Peppard en Desayuno con Diamantes. Nunca nadie como él desbordará tanta dignidad cuando, en la fría soledad de su domicilio, acomodado en su butacón y con un diario entre sus manos, se atavíe solamente con un pijama, un batín, un par de zapatillas y su eterna máscara plateada; una inseparable máscara con la que incluso fue enterrado en el día de su muerte.

Independence Day no habría sido el mismo fiasco si el Presidente de los EE.UU. se hubiera quedado en tierra, con una cajita de puros y en compañía de una becaria, cediéndole su avioneta particular a Santo (¡qué bien se desempolvó de los extraterrestres en Santo Contra la Invasión de los Marcianos!), ni Peter Cushing se enfrentaría con tanta gallardura a Las Novias de Drácula si antes no hubiera visto al peleón héroe mejicano destronando a una legión de sexy-chupadoras en Santo Contra las Mujeres Vampiras.

Convertido, por derecho propio, en uno de los máximos exponentes del cine basura más furibundo, ahora, gracias al DVD (aunque sea de importación), tenemos la fantástica oportunidad de volver a disfrutar de unos cuantos títulos de nuestro héroe, e incluso de entristecernos al contemplarlo -cuando salga a la venta- uno de sus últimos y más decadentes trabajos, Santo y el Puño de la Muerte: fláccido y retardado, aunque a pesar de ello tan castigador como en sus primeras cintas, y acompañado por un ayudante apayasado y minimalista, en este trabajo protagonizó su particular Apocalipsys Now, a través de un viaje iniciático por una espesa selva y con la malsana intención de enfrentarse directamente con Tinieblas (uno de sus numerosos clones cinematográficos), un tipo por cuyo aspecto festivo nadie dudaría en pensar que acababa de escapar de una revista de Tania Doris. Impresionante e imprescindible.

¡Viva Santo!

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