29.6.05

A la vejez, viruelas

Corría el año 1974 y John Wayne ya estaba hecho unos zorros. Envejecido, gordo y extremadamente patoso, a duras penas podía montar a caballo y, cuando por fin conseguían colocarlo sobre el animal, la pobre bestia caía extenuada cargando tal descomunal volumen. Y con el batacazo, el héroe yanqui por excelencia, podría perder su peluquín. Mal asunto. Algo se tenía que hacer para remediar la decadencia del actor, con lo cual, las mentes bien pensantes de Hollywood intentaron buscar una salida para el Duque. El cónclave dio, finalmente, con la solución. John Wayne sería McQ y el todo terreno John Sturges (el director de La Gran Evasión) sería el encargado de revitalizar el acartonado cuerpo del anciano cowboy.

El teniente Lon McQ era el alter ego de Harry Callahan. Clint Eastwwod ya llevaba un par de películas arrasando con el papel de policía expeditivo y violento. Y si Eastwood triunfaba, Wayne, por narices, tenía que obtener los mismos resultados en taquilla con un personaje similar. La ciudad de San Francisco, al igual que en la serie sobre Harry el Sucio, sería el escenario ideal para que Wayne cambiara su aspecto de vaquero por el de policía sanguíneo y un espectacular (pero pequeño) automóvil deportivo, sería el sustituto ideal para sus atemorizados y derrotados caballos. La verdad es que, ante McQ, da cierta lástima ver las entradas y salidas de ese coche por parte del desvencijado actor. Sudores le debió costar ese mínimo ejercicio. ¿Por qué coño no le pusieron un carro mucho más amplio y alto?

La historia es la de siempre. Varios policías uniformados son acribillados a balazos por un oficial de paisano el cual, tras haber acabado con la vida de estos, es asesinado por la espalda por un rufián sin escrúpulos. McQ, íntimo amigo del difunto asesino, creyendo de manera ilusa en la inocencia de éste, iniciará una investigación, por su cuenta y riesgo, que le enfrentará, directamente, con sus superiores. Él opina que se trata de un asunto de tráfico de drogas, mientras que su jefe inmediato (el recientemente desaparecido Eddie Albert) apunta la posibilidad de que los actos criminales sean obra de “activistas”. Entre Acebes y Albert poco distancia queda.

Nuestro hombre, con una dignidad que tumba de espaldas, renegará de su placa y entregará ésta y su arma a Eddie Albert, o sea, al Capitán Kosterman. Igualico, igualico, que Harry Callahan. McQ no está para hostias. Tiene recursos propios. O sea, armas a granel, escondidas en el pequeño yate que le sirve de residencia habitual. Y, a pesar de que tendría que estar jubilado hace unos cuantos años, aún se aguanta en forma. Un poco torcido y fondón pero, al fin y al cabo, dispuesto a darse de leches con quien sea necesario.

Se saca la licencia de detective y empieza a pillar información de un antiguo confidente, un hombre de color portador de chillones e inmensos sombreros de color rojo. Es más, incluso se prostituye y se encama con la ex amante de su amigo asesinado, cocainómana y un tanto frívola, con la única intención de sacarle una información privilegiada. Un polvo por puro interés. El sexo, para el duro McQ, es lo de menos. Menuda faena debería de tener él, a su edad, para que se le pusiera tiesa. Sus intereses apuntan más hacia la viuda del compañero difunto (Diana Muldaur, la que hacía de novia de McCloud). Cada vez que la ve, se le cae la baba. Y ésta, claro está, ignorante de que la noche anterior se ha maquinado a la fulana drogota, se le insinúa. Le pide un polvo a nuestro follador de la tercera edad, pero éste no está para más trotes, y aprovecha la visita de otro policía (Clu Gulager, el que siempre hacía de agente corrupto en estos films) para largarse disimuladamente.

Algo huele a podrido en San Francisco. Unos tipos malcarados roban un alijo de drogas confiscadas por las autoridades. Y McQ, que está en todo, persigue a los ladrones. Estos huyen en una furgoneta, mientras él, a bordo de su deportivo, emula a Steve McQueen en Bullitt. Pero a lo barato. En plan telefilme de tres al cuarto. Aún y así, llega a la guarida de los malos malosos, comandados por Al Lettieri (otro que siempre hacía de narcotraficante cabroncete), el cual está de los nervios pues, en lugar de heroína y cocaína, se ha encontrado con un pesado cargamento de azúcar en polvo. Todo se soluciona con un par de hostias a McQ y un “hasta luego, que tenga usted suerte en sus investigaciones”.

De nuevo, sus sorprendentes servicios sexuales, le vuelven a ser reclamados por la amante del poli muerto. La drogota, para entendernos. Dos noches seguidas son demasiado esfuerzo para el fatigado Wayne. Pone cara de resignación, evita que se le tuerza la peluca y se retira con su deportivo, al tiempo que un tipo sospechoso, enfundada su cabeza en una media, se cepilla a la coneja caliente. O sea, la mata.

Después de que le destrocen su estimado deportivo, con el propio McQ en su interior, éste sale ileso y descubre que, tras la oscura trama, hay gato encerrado. Todo apunta hacia su superior, Acebes (digo, Kosterman). Pero no. Ese tan sólo es bobo y sigue empecinado, en realidad, en que todo se trata de una conspiración urdida por “activistas”. La verdad sólo la conoce, de golpe y porrazo, McQ. Al seductor setentón se le enciende una lucecita y rápido pilla que, tras la historia, se encuentra el zorrón de la viuda; esa que también se lo quería tirar a él. ¿Quién tiene la droga? Pues ella y el perverso del Clu Gulager, que para eso estaba él en estas películas, para hacer de poli hijoputa. Curioso, ¿no?: sólo salen dos mujeres y, ambas, están hechas un par de petardas de mucho cuidado.

Cuatro tiroteos más y una esperpéntica persecución automovilística, en la orilla de una playa, conducen al film a su final. El Gulager palma, al igual que los truhanes que querían cambiar el azúcar por droga, mientras la viuda alegre pasa a disposición judicial. McQ acepta las disculpa de su superior, recupera la placa y el arma oficial y se van a tomar unas copas para celebrarlo, no sin antes pegar un pequeño discursillo en el que afirma que, excepto él y Acebes (y un detective negro que está por ahí), todos los demás son unos corruptos de mierda: senadores, jueces, abogados, fiscales... ¡Vaya demócrata estaba hecho el Duque!

Encomiable. Y al pobre Elmer Bernstein, compositor de inolvidables bandas sonoras, le llamaron una buena mañana a su teléfono y le encargaron hacer una música, para adornar este thriller, de una manera muy determinada: Elmer, aséate y ven a los estudios. Tienes que hacer una partitura para una película de Wayne, sin caballos y como si fuera una más del Eastwood. O sea, tipo teleserie. Estilo Ironside o Mannix. Repetitiva y hortera al cien por cien, que el espectador salga del cine tarareándola. Vaya, como si la hubiera escrito Quincy Jones en pleno ataque epiléptico. Tu ya nos entiendes, Elmer”. Y el bueno del Bernstein, aquel que escribiera la genial música de Los Siete Magníficos, se hizo cargo de esta cosa sin personalidad alguna.

El cine basura no sólo se queda en Santo el Enmascarado y subproductos terroríficos de la España de los 70. Hollywood, cuando se lo propone, también sabe hacerlos. E igual de catastróficos que éstos.

Al año siguiente, volvieron a repetir fortuna con Brannigan, otro thriller desesperante protagonizado por Wayne. El hombre ya no se aguantaba ni los pedos pero, a pesar de ello, y vistos los dos fracasos que significaron disfrazarse de policía impulsivo, lo devolvieron a su hábitat natural. El Rifle y la Biblia y El Último Pistolero fueron sus dos últimas películas. Dos títulos ciertamente dignos, ante todo el segundo, en el que, a las órdenes del efectivo Don Siegel, interpretó a un anciano pistolero aquejado de un cáncer irreversible. Pero esta, por suerte, es otra historia que, quizás, algún día, se vea reflejada en este blog.

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