Hoy es Noche Mágica en Catalunya. O eso dicen. La Noche de Sant Joan. La verbena. La tradición manda montar hogueras y llenar la ciudad de humo mediante miles y miles de petardos. Durante horas, hasta avanzada la madrugada. Gresca i xirinola!, como dicen en mi tierra.
¿Noche mágica? Cientos de salidas de los bomberos. Grandes y pequeños incendios. Dedos amputados. Ojos destrozados. Borracheras y vomitadas sublimes. Controles de alcoholemia en cada esquina; de cada cuatro, tres conductores rebasan el límite. Cenas opíparas y, como remate, litros y litros de cava. Y coca, mucha coca, de la química y de la de bollería. La crema, el cabello de ángel, los chicharrones y la alquimia se juntan en delirante armonía.
Las tres, las cuatro, las cinco de la madrugada. Suena el último petardo, la última traca, los últimos cohetes. El cuerpo, por fin, puede descansar. El olor a pólvora, a esas horas, en la ciudad de Barcelona, es algo muy típico, especial, peculiar. Llega el silencio, el esperado silencio. Paz, sosiego, la calma. El cuerpo se relaja, se empieza a conciliar el codiciado sueño. ¡Por fin!.
Y a las siete, ocho de la mañana, como cada año, el hijoputa consagrado del vecino que, aprovechando el mutismo absoluto de la gran urbe dormida, lanza el trueno del siglo. De esos petardazos que tienen un eco especial, de los que penetran punzantes en el cerebro. Y volver a empezar, con la resaca a cuestas y las ganas de maldecir a la madre que parió al hijoputa del vecino.
Esa es la Noche Mágica. Esa es la tradición tan esperada durante todo el año. Así somos los humanos. Desde hace siglos. Y nadie nos va a cambiar.
Pero las verdaderas noches mágica son otras. Al menos para mí.
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