El médico no me ha querido dar de alta aún. Que acabe de matar del todo esa tos y la próxima semana, a correr. O sea, que no tendrán estrenos de cartelera, en esta página, hasta el martes o miércoles. Al galeno no le he comentado que, posiblemente, mi lenta recuperación sea debida a que, en horas perdidas, me desatino con películas como la que les colgué ayer. Por eso, para darme un alegrón y aprovechando su edición en DVD, el pasado septiembre, vuelvo a mirar, por enésima vez, uno de los títulos más emblemáticos de la carrera de Stanley Donen. Estoy hablando de Dos en la Carretera, una excelente cinta que, tras su nuevo visionado, me ha devuelto la ilusión por eso del cine.
Y es que Dos en la Carretera tiene de todo. Y bien puesto. Mezcla inteligentemente la comedia con el melodrama y consigue, como quien no quiere la cosa, una de las mejores disecciones de la vida matrimonial, siguiendo, para ello, las relaciones de una pareja durante 12 años. 12 años en los que han ido sorteando varios baches. Han crecido. Se han descubierto sus defectos. Y sus virtudes. Han evolucionado, bien o mal, pero han evolucionado. Han rectificado a veces. Otras se han mantenido en sus trece. No es una autopsia de las que haría Bergman, ni mucho menos. Es una autopsia alegre, cínica y con cierto toque de amargura. Y, ante todo, original.
Sigue la evolución (o la caída) de ese matrimonio a través de unos cuantos viajes por Europa. Siempre durante sus vacaciones, tirando hacia atrás y hacia delante en el tiempo, influenciado -como estaba Donen en esa época- por la nouvelle vague francesa. Buscando paralelismos y coincidencias, momentos alegres y tristes. Jugando a descubrir el porqué de la degradación de dos personas que se amaban. Y que, de hecho, se siguen amando; un poco para guardar las apariencias y otro poco por comodidad, por costumbre. Y logra emocionarnos sin truculencias, jugando con la verdad, aunque hiriendo sentimientos. Al menos a mí. No recuerdo un solo pase de Dos en la Carretera en que no haya tenido que disimular alguna lágrima, de esas furtivas, de las que aparecen cuando menos te lo esperas, cuando ese matrimonio, en medio de una fuerte crisis, vuelven a sincerarse y a tolerarse. Y lo consiguen, no siempre hablando, a veces gracias a la tontería más fugaz. Y vuelve a acomodarse.
No olvidemos que para ello, Donen contó con un guión mayúsculo, el de un tal Frederic Rapahel, que supo mezclar, sin disonancias, los diversos episodios del matrimonio Wallace, ofreciendo cierta complicidad visual al espectador para reconocer, a través de sus ropas, peinados o, simplemente, sus medios de locomoción, en que etapa cronológica se había trasladado la cámara, Y arropándolo perfectamente, Donen con su cámara, guiando al gran Christopher Challis, para fotografiar cada momento con su tono adecuado y así, montar definitivamente el puzzle con que desgranaba esos doce años de convivencia, llenos de felicidad y malentendidos.
Dos en la carretera no acaba aquí. Sin su pareja protagonista no hubiera sido lo mismo. Albert Finney y Audrey Hepburn. Inmensos. Insuperables. Él, como actor, nunca acabó de caerme bien, pero en ésta película no podía haber estado mejor. Y ella... ¿qué decir de Audrey Hepburn, musa de musas? A punto estuvieron de nominarla por esta interpretación, pero la Academia de Hollywood decidió hacerlo, ese mismo año, por otra trabajo también soberbio, el de la creación de una ciega, acosada por unos asesinos despiadados, en el excelente thriller de Terence Young, Sola en la Oscuridad. Vale la pena recordar que en el film de Donen también salía, en una de sus primeras intervenciones en el cine, una jovencita llamada Jacqueline Bisset, en un breve pero sintomático papel.
Y no crean que me olvido de lo mejor. Qué va. Lo mejor de lo mejor. Lo más grande. Esa melodía inmortal de Henry Mancini que acompañaba al señor y a la señora Wallace por todas sus rutas, puntuando sus riñas y suavizando sus rencores. Y es que Mancini era Mancini. Su mejor adjetivo era su propio apellido.
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