Entre toses, mucosidades y sudoraciones, esta mañana, tumbadito en el sofá de casa, he decidido aprovechar el tiempo (o malgastarlo, según se mire) viendo una de esas películas que hace tiempo tengo grabadas y que nunca encuentro un hueco para mirarlas. Y ha sido peor el remedio que la enfermedad, pues tras haber visto La Asesina de la Oficina, las toses, mucosidades y sudoraciones se han multiplicado. Más que multiplicado, triplicado. Tanto es así que, esta tarde, el médico me ha dado la baja.
La idea de la película no está mal. La directora asmática de la redacción cutrilla de una revista cultural decide, para sufragar sus numerosos gastos, iniciar una reducción de plantilla, por lo que los presuntos despedidos, antes de pasar directamente al paro, habrán de superar un mínimo periodo de prueba como asalariados a tiempo parcial. Uno de los elegidos será una joven extraña, timorata y, debido a sus extravagancias, no muy apreciada por el resto de la plantilla. Varios sucesos imprevistos (que no viene al caso contar, debido a su nimiedad) harán que a la chica le entre un malsano gusanillo por las muertes accidentales, con lo que iniciará un carrerón imparable de asesinatos entre sus colegas de profesión, coleccionando, posteriormente y en el sótano de su casa, toda la colección de cadáveres que va acumulando en su marcador particular.
Mirando esa sinopsis parece que la cosa pueda funcionar. Pero no. La cosa va de mal en peor. No es que la película vaya estropeándose a medida que avanza. No. Que va. Lo que ocurre es que la cinta ya empieza con el pie izquierdo y su realizadora, Cindy Sherman, no da pie con bola en ninguno de los aspectos, tanto estéticos como formales, para dar cierta prestancia al invento. Lo que podría haber sido una celebrada comedia de humor negro, navega entre la pesadez más alarmante y un cierto tono de dejadez en su puesta en escena. Una puesta en escena que, para más desgracia, copia con descaro y sin gracia alguna el universo deformado del Delicatessen de Jeunet y Caro.
Supongo que para paliar los numerosos defectos de su ineficaz guión (que nunca acaba de arrancar), la Sherman recurrió a Todd Haynes, un hombre con cierto prestigio entre los cinéfilos gays por tener en su haber títulos (horribles) como Poison o Velvet Goldmine. Y el tipo, con toda su buena intención (es de suponer), aún descalabró más la propuesta de la asesina laboral.
Es mala sin ser basura. ¡Es el colmo!, o sea, que además, ni se ríe uno viéndola. Al contrario. En más de una ocasión, he estado a punto de parar el vídeo y solazarme con el programa de la Teresa Campos. Allí si que te lo pasas en grande, con esa acumulación de personajillos y comentarios cutres a deshora.
Y lo peor de todo. El poder contar con una actriz de tomo y lomo, como ha demostrado ser, en más de una ocasión, Carol Kane y descubrir que, a través del papel de la susodicha criminal, la mujer sobreactúa más que en las peores épocas del Marlon Brando más pasado de rosca. Una de esas actuaciones que no te deja adivinar si la actriz está dando vida a una impulsiva asesina o a una bobalicona sin remisión. Bobalicona a la que muy bien podría haber dado vida Lina Morgan, nuestra tonta del bote nacional.
Una película de la que hay que huir sin darle ni la menor oportunidad, a no ser que ustedes tengan un espíritu de sacrificio encomiable, ya que, en esa Asesina de la Oficina, por no funcionar no funciona ni su aire de melodrama, ni su macabrismo (fácil y efectista) y, ni mucho menos, su preponderante aire de cine culto con fondo crítico y social. Una pena.
Años más tarde, y contando una historia similar, un tal Lucky McKee, a través de un envidiable título, May, conseguía jugar a la perfección con los mismos elementos, cómicos y necrófogos, narrando la historia de una chica introvertida dispuesta a fabricarse su muñeca particular y consiguiendo, además, un sorprendente homenaje al Frankenstein de Mary Shelley. Pero eso, ya es otra historia.
Carol Kane, la tonta del bote
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