17.10.04

Pequeños guerreros

¡Huy! ¡huy! ¡huy!...! ¡No saben ustedes lo que me he tirado en cara esta tarde, en casa y en zapatillas! Espeluznante. Sin nombre. Alucinante. Cine basura. Del peor. En un principio les iba a colgar un post sobre Collateral, pero el descubrimiento ha sido tan grande que he decidido posponer lo de la cinta de Michael Mann para una próxima ocasión, seguramente mañana.

Guerreros. El hallazgo se llama Guerreros. De Daniel Calparsoro. En su día se me escapó. A veces descubrimos que el subconsciente es muy valioso ya que, en tiempos, no me dejó acercarme a las salas en las que se proyectaba. O bien el subconsciente o ese sexto sentido que, en lugar de muertos, nos deja entrever que tal o cual título puede tratarse de un truño inmenso. Y eso es Guerreros. Nunca me gustó Calparsoro, esa promesa pedante e intelectualoide del cine español, ex marido de la Najwa Nimri (tal para cual, y ella sin acreditar en este film, aunque responsable de su amodorrante banda sonora) y del que, si me obligasen a recuperar alguno de sus productos, lo tendría bastante crudo. Pongamos (por poner algo) que salvaría de la quema a Asfalto. Los otros tres films anteriores (Salto al Vacío, Pasajes y A Ciegas) mejor que me los sirvan con patatas.

Pero ninguno de los anteriores llega a los niveles de éste. Guerreros es de antología. Y no precisamente de antología cinematográfica. No. Que va. Ni mucho menos. Lo suyo es para una antología del disparate, de la inconexión más delirante. Allí nada tiene pies ni cabeza. No hay por donde cojerlo. Ni con pinzas. No hay manera de saber que pretendía con él su realizador.

La peliculilla (o cosa, déjenme llamarle cosa, me gusta más) está ambientada durante el final del conflicto bélico en Kosovo, lugar en el que una compañía de zapadores del ejército español se verá inmerso en una delirante, violenta e increíble historia. Más que zapadores, diría que se trata de un grupo de bollicaos pijitos, de jovencitos de la última hornada, totalmente perdidos en medio de ese país sin su Lacoste.

Pues nada, que los niñatos habrán de trasladarse hasta un pueblecito fronterizo, situado en la llamada área de exclusión, para arreglar un repetidor eléctrico que ha dejado sin luz a la zona. Para llegar allí y cumplir su cometido, tendrán que enfrentarse con un sinfín de serbios enfurecidos dispuestos a todo. Nadie se entera de lo que ocurre, ni el guionista. De hecho, a los soldaditos, les pasan muchas cosas, aunque no se sabe cómo ni por qué. La cuestión es que al Calparsoro le dio la neura y trató muy mal a todos los chiquitos protagonistas, a base de balazos, mamporrazos y minas antipersonas. Porque sí. Porque le dió la gana. Para dar imagen de cine violento. Para parecerse al soldado Ryan, supongo, pero sin explicaciones de ningún tipo. Con la única intención de demostrar, él solito y con un par de huevos, que si quiere está a la altura de Spielberg. O más allá. Aunque, como mucho, lo que queda es a la altura de la suela de los zapatos del script de Mariano Ozores.

Su enajenación argumental no tiene límites. Y con ello sólo consigue mís sonoras carcajadas. Imagínense. Uno de los impúberes militares, el interpretado por Eloy Azorín (¡que bien lo hacía cuando era pequeñito, el pobre!), aparte de soldado, es un poco de todo, como aquellas navajas multiuso de los excursionistas: humanista, psicópata, psicólogo y médico de urgencias. ¡Llega a sacar una bala del pie de un compañero suyo, a lo vivo, sin anestesia y valiéndose de un machete! Y de manera fina, ya que el herido, a partir de ese momento, corre, salta y brinca como nunca... ¡sin dolor alguno!

De todas maneras, cuando decidí colgar este post, fue gracias a una escena en concreto. Gran escena del cine español de todos los tiempos. Atiendan. Grupo de militaritos hispanos acongojados. De noche. Sale de la oscuridad un peligroso serbio armado, acompañado de su séquito, los mismos que media hora antes los habían detenido y conducido a una sala de torturas, de la que lograron escapar abriendo un hueco en la pared a base de cabezazos. ¡De nuevo el sádico serbio de las narices! ¡Acojone entre nuestros deshilachados héroes! Creen que van a morir. Pero el tipo perverso, dejando de apuntarles, les tranquiliza. Sus palabras quedarán en mi memoria durante años: “No somos sus enemigos, nunca lo hemos sido. Soy seguidor del Real Madrid”. Y los chicos, con esas palabras, quedan amansados, tranquilizados. Se acabó el peligro, pues es del Real Madrid, un claro indicativo de buena persona. Les juro que he caído de la butaca de tanto reír. Revolcándome estaba por los suelos cuando, Calpalsoro, homenajea a La Noche de los Muertos Vivientes. Es el no va más. Zombis y soldados en cal viva. Genial. No les cuento la escena. Merece la pena descubrirla... Súmenle a todo ello al amorfo Eduardo Noriega y a Jordi Vilches, un militar con un acento catalán que tira de espaldas. No sigo. Me planto aquí. Hay que verla. En un reclinatorio, si es necesario. No tiene antecedente alguno.

El cine basura sigue vive. Y, como el lobo de Caperucita, disfrazado de intelectual de tres al cuarto.

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