27.10.04

Bailar en la oscuridad

Héteme aquí que no escarmiento y me enfrento, esta mañana, a Zatoichi, la última película estrenada en nuestro país de Takeshi Kitano. Y digo que no escarmiento porque, hasta ahora, consideraba a este hombre como el alter ego oriental de Ripstein. Nunca, hasta hoy, había aguantado una película entera de Kitano, a pesar de que la mayoría han sido ensalzadas por todo tipo de gente, capaces, incluso, de compararlo con Scorsese o Jean-Pierre Melville. Y eso, señores, es llegar muy lejos a la hora de comparar. Y digo yo, ¿qué tiene que ver la gimnasia con la magnesia? Pues esto, que después del fiasco que supusieron para mi Sonatine y Hana-Bi (Flores de Fuego), decidí distanciarme durante largo tiempo de su filmografía. Una filmografía, en general, pedante, truculentamente metafísica y, para que voy a negarlo, de guiones rocambolescos y ciertamente mal narrados. Pero hoy he decidido romper esa especie de juramento, más que nada para contentar a mi cuñado Absence, todo un lince el hombre a la hora de venderme productos que, conscientemente, sabe que no serán de mi agrado.

Zatoichi, a pesar de que muchos han asegurado que se trata del distanciamiento de este autor respecto a sus trabajos anteriores, les puedo asegurar que sigue siendo lo mismo de siempre. Aunque un pelín mejorado, con variaciones, quizás más pulido en su montaje y con algún que otro acierto que no tenía en sus loados títulos anteriores. Con esto no quiero decir que sea una buena película, aunque sí lo suficientemente soportable (por tratarse de quien se trata) como para resistirla enterita, hasta el final. Pero el hombre sigue empeñado en complicar el producto y, como siempre, deja puntos de la historia sin resolver, amén de que continúa embarullando toda la narración con sus habituales flash-backs (ya existentes en todas sus películas), insertados a mala leche y rompiendo cualquier tipo de coherencia.

En este caso, amparándose en otros largometrajes anteriores y en una serie televisiva de los años 60 (nunca vista en España) sobre el mismo personaje, Kitano nos presenta a Zatoichi, un samurai ciego, masajista, solitario y parco en palabras. Un personaje que, por otra parte y debido a todo esa mitología cinéfila anterior sobre él en Japón, ya era de sobras conocido en el mundo oriental, habiéndose convertido, allí, en una especie de Indiana Jones espadachín y al que, por cierto (según dicen), el realizador ha cambiado en muchos aspectos. En este film, dotado de cierto aire cercano al western más clásico, Zatoichi es un justiciero solitario que, aliándose con un par de “hermanas” gheisas que buscan vengar el asesinato de toda su familia, intentará poner orden en una pequeña aldea, allá por 1860, dominada por un peligroso y violento clan dispuesto a explotar, al precio que sea, a todos sus habitantes. Y de paso, arreglar una vieja cuenta pendiente.

El propio Kitano da vida a Zatoichi, el héroe ciego. Y precisamente, esa inexpresividad estreñida, habitual en el autor, le va como anillo al dedo al masajista samurai. Un samurai, por otra parte, altamente diestro con los dados y el sable, a pesar de su avanzada edad y de su caminar arqueado. De un solo sablazo puede derrotar a tres o más enemigos y, entre colgada y colgada argumental (que hay muchas, demasiadas), Zatoichi entretiene al respetable a partir de desgarros y exageradísimos chorretones de sangre. Ríanse ustedes de la masacre final del primer volumen de Kill Bill, que esta película tampoco se queda manca.

Y no sólo de violencia se alimenta Zatoichi (a veces gratuita), sino que al Kitano parece haberle entrado el gusanillo por la comedia, y se queda descansado cada vez que intenta colarnos, a la fuerza, algún que otro chiste. Chistes de palurdos, aviso, no se vayan a creer que ha nacido un nuevo Blake Edwards de ojos rasgados, ni mucho menos. Chistes nada sofisticados y burdos. Y, de vez en cuando, para paliar ese humor socarrón, se pone serio y apunta hacia temas más conflictivos, como aquí hace con la pederastia, la prostitución infantil o el travestismo. Y así, entre mamporros, sablazos, sangre a borbotones, gags bobalicones, flash-backs no muy explícitos y anotaciones de cine comprometido, avanza la película.

Y, curiosamente, le funciona más que en otros olvidables productos suyos porque, en éste, tiene momentos redondos. De esos momentos que te hacen pensar que la película acabará de arrancar finalmente. Pero no arranca. Queda en eso, en esos instantes magnéticos, maravillosos, como la escena de la lucha de Zatoichi, bajo la lluvia, con un grupo de espadachines. Instantes aislados que, al fin y al cabo, consiguen que la película no sea tan aburrida como esperaba.

Personalmente, le vuelvo a dar un pequeño voto de confianza a Kitano. Más que por el título en sí, por su fragmento final. No voy a colar ningún spoiler, ya que ese segmento no rompe en nada su argumento. Y es que Kitano, por sus huevos, termina la historia con un gran y sonoro número musical, en donde todos cantan y bailan desaforadamente en un gran escenario. Y no es una coreografía típica, de esas en plan Minnelli, hollywoodiana, por mucho claqué que haya. El muy zorro se disfraza de Lars von Trier, plagia la música de Björk y nos mete la danza en el cuerpo. Y ese final, por mucho que me duela el decirlo, es ser valiente y original. Y eso que no es santo de mi devoción. Vaya, ni el Kitano ni la Björk.

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