Octubre de 1997. Como cada año, acudí a mi cita anual con el Festival de Cine de Sitges (antes Festival de Cine Fantástico y de Terror y ahora, mal rebautizado por cuatro politicuchos, Festival Internacional de Cine de Catalunya). Por allí corría un personaje simpaticote y afable que, años antes, en el 92, había llevado a concurso una correctísima película suya, Cronos, una original historia sobre un vampiro mejicano al que daba vida el gran Federico Luppi.
El hombre en cuestión, su director, era Guillermo del Toro. Orondo y parlanchín había vuelto, cinco años más tarde, al costero enclave barcelonés. Y era un regreso con todos los honores, pues lo hacía inaugurando la edición de ese año, del 97, con un producto independiente realizado desde el mismo Hollywood, Mimic, con Mira Sorvino de principal protagonista.
Pues bien. Un gamberro habitual del certamen, Jesús Parrado (Chuso para los más íntimos), un tipo de Gijón, de sapiencia cinéfila inmensa y un gran comunicador, con el que, año tras años, nos corremos alguna que otra juerguecita nocturna por Sitges -junto con mi cuñado Absence-, desató un conflicto interno en mí al cambiarme la personalidad, diez días al año, durante el encuentro cinéfilo. El hombre, el tal Chuso, atinó mi semblanza física con Guillermo del Toro, el director mejicano (no muy atinada, diría yo, a no ser por la orondez de ambos). Tanto es así que el muy ganso, el asturiano, ni corto ni perezoso, empezó a llamarme, a voz en gritó, por el nombre de "¡Guillermo!".
Guillermo del Toro y Spaulding en sus años mozos
Cada vez que entraba en el Auditorio (la sala de proyecciones del Festival, situada en el Gran Melià Sitges), atiborrado generalmente de público, críticos y famosillos, se oía, desde la otra punta del mismo el grito alarmante de "¡Guillermo!". Y no una sola llamada. Como buen gijonés se aseguraba el tiro, una, dos y tres veces. Incluso cuatro. "¡Guillermo! ¡Guillermo! ¡Guillermo! ¡Guillermo!".
Tantos Guillermos sonaron ese año el Auditorio que ahora, siete años después, todos los que allí nos reencontramos, me conocen por el nombre de Guillermo. Si alguno de ustedes alguna vez coincide conmigo durante ese certamen, no se dirija a mí por mi nombre real (Antoni), ni por el nick de Spaulding. No les haré ni caso. Allí soy totalmente consciente de que, gracias a Guillermo del Toro y a la tozudez de Jesús Parrado, he de convertirme en otra persona. Y lo asumo totalmente, aunque a veces, el mismo agobio, me produzca numerosos conflictos internos. Incluso Carlos Pumares, el querido Carlos Pumares, se dirije a mi como Guillermo. Y mi propio cuñado... también.
Es tan grande mi transformación que, el mismo año del rebautizo, después de asistir a la proyección de una película, bajando las escaleras de salida del Auditorio, un jovencito de unos dieciséis años, algo nervioso y timorato, se acercó a mí con el presbook de Mimic en una mano y un bolígrafo (¡Bic!) en la otra. Su vocecita, entrecortada, estalló en mi cerebro. "Señor del Toro, por favor, vi su película y me gustó mucho... ¿podría firmarme un autógrafo?". Me tendió el presbook, el Bic... Me quedé parado, anonadado. Que pena me dio esa pobre criaturita, creyente de que estaba ante su ídolo, del hombre que había dirigido a Mira Sorvino y que había creado esas cucarachas gigantes que tanto le atemorizaron. Tentado estuve de echarle una firmita. Total, un garabato en el que se entreleyera Guillermo y el chavalín tan contento. Me retuve. Mi maldad no acabó de aflorar ese día. Me dio lástima y no quise que se quedara con una falsa ilusión para el resto de su vida, que enmarcara mi firma en su salita de estar, contándole a su esposa que había dado la mano al mejicano y que, con el paso de los años, intentara venderla al mejor postor para ganarse un poco de pasta. "Mira, chico, lo siento. No soy Guillermo del Toro... a pesar de que cuatro pazguatos me llamen por su nombre". El pobrete se quedó parado, paralizado, blanco como el papel. Aún me dio más pena. Quizás fue peor el remedio que la enfermedad. Quizás debería haber firmado, estrechado la mano y ahora no arrastraría las seguras secuelas del ridículo que sintió. Yo conozco esa sensación de estupidez. Una sensación gélida que te recorre toda la espina dorsal y desemboca en la nariz, en las orejas, en los ojos... Lo viví, hace años, por culpa de Ramon Colom.
En la última edición del Festival de Sitges, tras la proyección de Kill Bill Vol. 1, Chuso no paró hasta que consiguió el encuentro histórico: Guillermo del Toro - Spaulding. Un tipo encantador. Celebró la anécdota. Rió con nuestro aspecto campechano. Me riñó por no haber firmado ese autógrafo... En definitiva, yo también soy Guillermo.
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