Dueños de la Calle significa una grata sorpresa para los amantes del cine negro y por extensión del cine de acción, ya que su realizador, David Ayer, en éste su segundo film tras el interesante Harsh Times (Vidas al Límite), combina con total seguridad las constantes de ambos géneros. Los Angeles como escenario geográfico, una trama sobre corrupción policial a altos niveles y un personaje acabado como protagonista principal, conforman el eje central de un producto en cuyo guión, aparte de Kurt Wimmer y Jamie Moss, figura como acreditado el prestigioso escritor James Ellroy, el autor de novelas como L.A. Confidential y La Dalia Negra; todo un experto en la materia que, en esta ocasión y por primera vez, se ha encargado de la confección del argumento directamente para la pantalla grande.
La cinta de David Ayer, aparte de contar con la colaboración inestimable de Ellroy, tiene a un Keanu Reeves distinto e impresionante como actor principal; un Reeves mucho más maduro y un tanto envejecido que, por fin, apuntala a un buen personaje a través de una interpretación sobria y cargada de matices pues, el policía al que da vida, un detective de la brigada antivicio de Los Angeles que atiende por el nombre de Tom Ludlow, es un tipo acabado y marcado por la muerte accidental de su esposa y por su desmesurada afición a la bebida. Un hombre que se toma su trabajo de forma expeditiva, saltándose las normas y actuando siempre de modo visceral. Entre sus camaradas se le conoce como “el chico del listín”, ya que los interrogatorios que lleva a cabo son famosos debido a los mamporros que suelta a los sospechosos con la ayuda de una gruesa guía telefónica.
Ni que decir tiene que el tal Ludlow se verá involucrado en el brutal asesinato de un viejo colega de profesión; un detective que estaba en contacto con la gente de Asuntos Internos para declarar ciertos aspectos turbios del trabajo de Ludlow y de sus compañeros de unidad. En un principio, Dueños de la Calle da la impresión de tratarse de una película más sobre polis buenos y polis malos; pero sólo es una impresión errónea con la que juegan, durante todo el metraje, su realizador y la inteligente pluma de James Ellroy. De hecho, la trama es previsible... , mejor dicho: sólo parece previsible ya que, en su consistente final, da un giro que va más allá de toda previsibilidad, otorgándole una nueva dimensión que la distancia de otros títulos anteriores en los que la corrupción policial se constituía, tan sólo, como un factor mínimo entre la “bondad” general del cuerpo de policía y altos estamentos políticos y judiciales.
Un producto brillante y trepidante, en el que la carga melodramática que lleva consigo el personaje de Keanu Reeves y todo cuanto le rodea, se ve amplificada gracias a un buen número de escenas de acción dignas del mejor cine de género. Un par de tiroteos escalofriantes y furibundos –ambientados ambos en localizaciones interiores-, el contundente ajusticiamiento de un agente fuera de servicio o una vibrante persecución, a pié, por las calles más desangeladas de Los Angeles, son una buena muestra de la fuerza narrativa que le ha otorgado su director.
En Dueños de la Calle no queda ni un solo cabo suelto en su historia. Todo está perfectamente coordinado a través de un guión sencillo pero altamente conciso. Tal y como demuestra esta cinta, no es necesario complicar en exceso un argumento para que éste resulte efectivo. El poder de síntesis llevado al máximo. En muchas ocasiones, con una sola línea de diálogo, aclara varios de los puntos oscuros que han ido saliendo durante su desarrollo; una genialidad que se manifiesta, ante todo, en la milimétrica escena en que el agente Tom Ludlow comparte mesa en un restaurante, cara a cara, con Hugh Laurie, el televisivo doctor House dando vida, de manera imponente, a un capitán de la brigada de Asuntos Internos.
Un thriller de los de visión obligatoria, tanto por su planteamiento como por su sorpresiva resolución final. Lástima, de todos modos, de un Forrest Whitaker un pelín desmesurado y que, por culpa del desmelene con el que construye a su personaje, acaba regalando demasiadas pistas al espectador sobre las intenciones de su papel; un “pero” que, sin embargo, no rompe en absoluto el juego a lo déjà vu mantenido por los responsables del film; al contrario, pues aseguraría que aún potencia más las coordenadas narrativas elegidas, al tiempo que distancia a la platea del verdadero e inesperado the end.
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