Con Adivina Quién Viene Esta Noche se cerraba una de las colaboraciones sentimentales y cinematográficas más largas del dueto Tracy-Hepburn. Nueve fueron los films en los que actuaron cara a cara. Es innegable que, tanto por su buen hacer como por su excelente química, sus trabajos en conjunto fueron uno de los mayores reclamos para la taquilla de la época.
La cinta, que se alzó con un Óscar para Katharine Hepburn y otro para su guionista, William Rose, es uno de los productos más recordados y emblemáticos de un tiempo (mediados de los años 60) en el que el cine se volcó en la lucha por la erradicación del racismo. Su desenfadado tono de comedia, la brillantez de un sinfín de diálogos ingeniosos y las fantásticas interpretaciones de todo su elenco significaron, sin lugar a dudas, los principales motivos de su merecido éxito. Un film que por su emotividad y sentido del humor encadiló a miles de espectadores.
La historia es muy sencilla. A pesar de su apariencia teatral, no está basada en ninguna obra de teatro. Su guión, al igual que su realización, escarba en la naturalidad a través de situaciones altamente humanas. Su chispeante tratamiento, convierte al pasajero drama de la aposentada familia Drayton en una circunstancia creíble al cien por cien; uno de esos problemas con los cuales uno puede tropezarse en más de una ocasión. Una cosa es el decálogo ideológico personal; la otra, es saber aplicarlo a la realidad como si se tratara del asunto más normal del mundo.
Y es que el adinerado y liberal Matt Drayton (un pletórico Tracy que bien hubiera merecido el Oscar por su trabajo), propietario de un periódico de gran tirada en San Francisco, es un hombre de ideas abiertas y defensor a ultranza de la igualdad entre las distintas razas. O así, al menos, es como él y Christina, su esposa (una excelente Hepburn con el Parkinson ya visible), educaron a su hija Joanna (Joey para los más íntimos), una chica de 22 años que, tras pasar unos días de turismo en Hawai, regresa al domicilio familiar con la intención de presentar a sus padres al tipo con el que piensa contraer matrimonio, John Wade Prentice, un eminente doctor en medicina que, a los ojos del matrimonio Drayton, posee un gran problema difícil de superar: su piel es de color negro. El choque entre el ideario y el día a día tan sólo acaba de empezar.
El tal John Wade Prentice es un agobiado (aunque divertido) Sidney Poietier en plena forma. El duelo interpretativo entre éste y Tracy resulta impresionante. Dos posicionamientos distantes aunque "fundamentados". Dos maneras paralelas de ver y entender la vida. La lógica contra la lógica; el humanismo contra el humanismo; los sentimientos contra los sentimientos. Una contradicción en toda regla que ambos personajes, con sus respectivos postulados, potencian a altos niveles. Y allí, en medio de la tensión y disimulando su verdadero estado de ánimo ante el malestar provocado por la llegada de su prometido, se sitúa la joven Katharine Houghton, la pizpireta y enamoradiza Joey Drayton, una actriz que se estrenaba en la gran pantalla a través de un papel escrito a medida de sus posibilidades; un debut que, a pesar de sus buenos resultados, no llegó a cuajar pues, posteriormente, sólo se la volvió a ver en contadas ocasiones.
Una mención aparte merece la labor de un secundario como Cecil Kellaway, colocado en el film bajo los ropajes eclesiásticos de Monseñor Ryan, un sacerdote que mantiene una larga y duradera amistad con Matt Drayton; una amistad sincera, de las de verdad pues, entre otros detalles, el personaje de Spencer Tracy está reñido con la religión. Un cura atípico; el puntito de vaselina ideal para suavizar la tirantez con que que su amigo del ama ha recibido al que podría ser su futuro yerno.
Una película soberbia. Una comedia de lujo, de las que ya no se hacen. Un melodrama que no parece un melodrama y que, gracias a la sabiduría de su director, el todoterreno Stanley Kramer, nunca cae en la cursilería ni en el folletín. Adivina Quien Viene Esta Noche es un clásico con todas las de la ley que, además, se anticipa, en muchos años, a Spike Lee y a su constante reafirmación de que los primeros racistas son los propios negros. “Papa, tu piensas como un hombre negro; yo lo hago sencillamente como un hombre”, le dice Poitier a su padre durante una acalorada discusión con éste; un personaje que, al igual que Tracy, se niega a comprender la unión matrimonial entre un negro y una blanca; un tema que, a lo largo del metraje, sale a flote en diversas ocasiones mediante el rol de Isabel Sanford, la leal Tillie, una mujer de color, empleada como doncella en el hogar de los Drayton, que tampoco quiere entender la mezcla de los de su raza con los blancos.
Si no la han visto, denle una oportunidad y déjense seducir por los gruñidos de un Spencer Tracy descomunal, por la sensibilidad de Katharine Hepburn y por ese quijotesco Poitier en lucha contra molinos de viento. Una obra redonda y tan atractiva como la tentadora escenografía de la aburguesada mansión Drayton; una mansión desde cuya terraza se puede observar la magnitud del Golden Gate dominando la ciudad de San Francisco; un puente iconográfico y, en este caso, hasta simbólico. Cruzarlo de punta a punta es el largo camino que los padres de Joey deberán recorrer para comprender los sentimientos de su hija.
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