La Familia Savages, a pesar de su más que evidente sentido del humor, no es una comedia. Ni siquiera es un melodrama, por mucho tono dramático que pueda desprenderse de su visionado. Se trata, sencillamente, de la visión voyeurista de un breve episodio de la vida de una familia tratado del modo más verídico y realista posible. Tamara Jenkins, su directora y guionista, ha optado por utilizar, en su narración, los tópicos de las relaciones humanas y familiares durante el devenir diario, otorgándole así un espléndido toque de naturalidad a su exposición: una historia en la que se aglutinan sentimientos, envidias y demasiados despropósitos.
Si se observan con detenimiento los graves problemas que han de superar los dos hermanos Savage, es posible descubrir que cuanto les sucede, y a pesar de estar enmarcado dentro de las coordenadas de la calamidad, resulta muy a menudo gracioso. Ellos, sin lugar a dudas, no pensarían lo mismo que el espectador; un espectador que, a buen seguro, también ha pasado (o pasará) por contrariedades similares a las de Jon y Wendy Savage, un par de personajes que, en un momento determinado, volverán a unirse para hacer frente a la demencia senil de un padre que, con su presencia, les ha devuelto a la memoria ciertos aspectos del pasado. La búsqueda de un asilo parece ser la mejor solución del conflicto.
Emociones confrontadas en el seno de un reencuentro forzado. Durante una buena temporada, Jon y Wendy deberán compartir sus vivencias bajo un mismo techo, el del hogar del primero, el domicilio más cercano de los dos al lugar en el que ha sido ingresado el padre. Jon, el mayor, es un literato frustrado y pirado por la figura de Bertolt Brecht que, desde hace mucho tiempo, ya había roto con las raíces familiares, desbravando sus neuras y su excentricismo mediante la escritura, la lectura y las clases que aún imparte como profesor de facultad. Ella, Wendy, la menor, sigue soñando en convertirse en una reputada autora teatral, aunque se gana la vida gracias a los numerosos empleos temporales por los que va pasando; un modo como otro de pagar el alquiler de su pequeño apartamento neoyorquino. La mentira compulsiva es su mejor defensa ante el microcosmos que le rodea.
Philip Seymour Hoffman y Laura Linney son Jon y Wendy Savage, un par de actores en uno de los momentos más álgidos y fructíferos de sus respectivas carreras. La química entre ambos es lo mejor que le podía ocurrir a un film como éste pues, cada vez que están juntos en pantalla, el ambiente se llena de ese contradictorio sentimiento de amor y odio que desprenden los dos hermanos a los que interpretan. A pesar de lo que Jon pueda suponer, la vida no le ha tratado mucho mejor que a su hermana. El falso engreimiento de su personaje es el contrapunto ideal a la (también falsa) modestia de Wendy.
Un absorbente e interesante retrato de dos seres solitarios y cargados de amargura quienes, de la noche a la mañana, se han visto obligados a desnudarse ante las dificultades de un día a día que habían dejado de afrontar. Y allí, impasible y en el centro de sus miradas, la inevitable figura paterna; una figura que les marcó ya desde su más tierna infancia y que ahora está consumiendo su última carga de batería: don Lenny Savage; un impagable Philip Bosco, enfurruñado en su nueva cama y soltando a sus hijos hirientes (aunque divertidos) destellos de mala leche; de una mala leche un tanto surrealista, de aquella en la que se mezclan al unísono una dosis de demencia y otra de cansancio.
Uno de los mejores productos estrenados durante este mes. Una película de ficción con un mucho de realidad: como la vida misma. Un buen ejercicio terapéutico para aprender a reírnos de nosotros mismos. A veces, no hay nada mejor que poner el dedo en la llaga para desvelar que, tanto en la desgracia propia como en la ajena, siempre hay un puntito de tierna comicidad. Y es que, ante los periodos más difíciles de la existencia, inevitablemente potenciamos, de forma inconsciente, los elementos más disfuncionales de nuestro desconocido engranaje.
Por cierto (y este es un añadido dirigido en concreto a los traductores de títulos): en castellano jamás se pluraliza el apellido de una familia. La Familia Savage hubiera sido lo correcto; sin la s final. O, mejor aún, Los Savage, para así respetar la integridad de su original (The Savages).
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