Les puedo asegurar que aquellos que se sintieron defraudados con Gangs of New York, volverán a reconciliarse con Scorsese gracias a El Aviador. Tal y como hizo hace un par de décadas con Toro Salvaje, el cineasta vuelve a basarse en la vida de un personaje popular (y conflictivo) para desgranar una historia llena de pasajes inolvidables y vibrantes, tanto por su belleza plástica como por su fuerza narrativa. Estamos de nuevo ante lo mejor del director.
Si en la citada Toro Salvaje ambientaba su película en el turbio y oscuro mundo del boxeo, en su nuevo trabajo se sitúa en el más colorido universo del Hollywood de los años 30 y 40 (tan o más oscuro y turbio que el del pugilismo), centrándose concretamente en la figura de un personaje polivalente, excéntrico y peculiar como pocos: el productor cinematográfico Howard Hugues. Y Scorsese lo pone en la palestra desgranando sus neuras y analizando, ante todo, una de sus pasiones más exacerbadas, la de los aviones; sus ansias por volar y experimentar con nuevos modelos aéreos y la lucha encarnizada con otras compañías de aviación para convertirse en el primero de la clase. Una pasión casi enfermiza que le acercó a uno de los momentos más crudos de su existencia, tras un brutal accidente aéreo del que salió con vida pero que agravó sobremanera sus fobias personales, proyectando al máximo sus obsesivas manías sobre la soledad y la higiene personal.
El Aviador, sin embargo, no es un retrato exhaustivo de un genio. En realidad se trata de la plasmación metódica de un proceso degenerativo, iniciado por culpa de un cúmulo de obsesiones en la mente de un personaje egocéntrico y perfeccionista. Una especie de Quijote moderno, dispuesto a lidiar con lo que hiciera falta con tal de defender una idea concreta, tanto en el mundo del cine, de la aviación o de los financias.
Scorse, en toda la película, se muestra hábilmente clásico y academicista en su realización. No busca golpes de efecto narrativos y, como buen biógrafo, no juega a las virguerías fílmicas ni a los malabarismos con la cámara. Sencillamente, de manera inteligente, se limita a colocarla en el lugar y el momento oportuno y así, con esa elegancia, convertir en alguien más próximo y familiar a un personaje difícil y conflictivo. Sin grandilocuencias ni vaciladas innecesarias. Y cuando se decide a darle vida a su cámara, en busca de sinuosos movimientos (marca inevitable de la casa), lo hace de manera refinada, prevaleciendo la historia por encima de esa delicadeza casi coreográfica. Como buen ejemplo de ello, y alejado de esa manía actual de filmar la acción como si se tratara de un vídeo-clip convulsivo, el realizador nos da una lección magistral en la manera de rodar el accidente aéreo: un montaje cuidado y milimétrico, en el que cada plano permanece su tiempo necesario en pantalla y que, en pocos segundos, es capaz de mostrarnos tanto el dolor físico que siente Hugues en su desgracia como los devastadores efectos colaterales que inevitablemente provoca ese percance. Para sacarse el sombrero. Una escena de esas que logra ponerle a uno la piel de gallina y que, por unos instantes (inolvidables), nos descubre que estamos viendo CINE en estado puro. Y en letras mayúsculas.
Pero no sufran. No todo lo bueno en la película lo pone su realizador, no, qué va. Muchos temen lo peor de DiCaprio. Y DiCaprio, en cambio, está perfecto. No sobreactúa en absoluto. Se hace totalmente con el papel sólo empezar y sale airoso en la evolución de su personaje. De crío neurótico (en su afán por poder filmar las batallas aéreas de su primer film, Los Ángeles del Infierno) a enfermo obsesivo (la cruda madurez de Hugues), sin altibajos, en un suave crescendo interpretativo y perfectamente arropado por el maquillaje. Tanto es así que, por momentos, uno cree encontrarse ante el mismísmo Howard Hugues en persona. Como mínimo una nominación se merecería, por mucho que les pese a algunos. E incluso el Óscar, pues si algún trabajo redondo tiene el muchacho se encuentra en este papel.
Casi tres horas de metraje que pasan en un suspiro. Tiene sus momentos más álgidos y, cómo no, sus defectos. Pocos, pero los tiene. Y uno de ellos se encuentre en la excesiva caricaturización del personaje de Katharine Hepburn (interpretado por Cate Blanchett): demasiado snob, demasiado alocada, demasiado engreída, demasiado... Demasiado de todo, vaya. Pero es perdonable ya que, cuando te estás temiendo lo peor con ese personaje tan exagerado, Scorsese nos ofrece uno de los momentos más íntimos e imborrables de la película, durante un vuelo nocturno sobre Los Ángeles, a modo de cena romántica entre la fiera de mi niña y Hugues, para después, acto seguido, ahondando en la familia de ella, descubrirnos que ésta aún resulta más sobrepasada que su propia hija. ¿Alguna venganza de Scorsese se esconde tras este pasaje?
No se desesperen ante su largo metraje. Y mucho menos por la presencia del Leonardo. La película es excelente. Un retrato emotivo de un mito, de una leyenda del mundo del cine. Y, al mismo tiempo, de la creación de un imperio aún vivo y coleando. Dentro de unos años la tendremos que ver desde un reclinatorio.
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