Tuve ocasión de verla en el pasado Festival Internacional de Cinema de Catalunya (Sitges) y ahora, un mes después, ha llegado a las pantallas españolas. Se trata de El Grito, el remake norteamericano del film japonés La Maldición (The Grudge). Y, curiosamente, dirigida por el mismo personaje que se encargó de filmar la cinta original, Takashi Shimizu, un tipo un tanto falto de ideas que, desde que filmó la primera Maldición, se dedica a repetir la misma película a la mínima de cambio, pues antes de aceptar el encargo de Sam Raimi -productor de la nueva entrega- para machacarla con financiación norteamericana, hizo una secuela que, según cuentan aquellos que la han visto (y entre los que no me cuento), es una pura copia de la cinta primitiva.
La verdad es que cuando vi El Grito en Sitges me pareció una película en nada original, aunque correcta y entretenida. Y punto. Sin nada más a su favor. De esos productos que no molestan pero que, al mismo tiempo y sólo empezar sus títulos de crédito finales, uno se olvida totalmente de lo que acaba de ver. Como ocurre con las hamburguesas de ciertos establecimientos: mejor no analizarlas con detenimiento. Mascar y tragar. Sin respirar. Sin degustarla demasiado, para no encontrar sorpresas. No daña, pues en el fondo, ignoramos de que están compuestas.
La historia es la habitual en el género de fantasmas orientales. Pocas sorpresas y ni una sola novedad. Una casa maldita, en la que en el pasado hubo una serie de asesinatos. Sus nuevos inquilinos caerán bajo el influjo de un sinnúmero de fantasmas que vagan intentando encontrar la paz eterna. Como los espectros de El Sexto Sentido, pero en espectacular, melenudos y un tanto escalofriantes. Y como no pueden dormir, acaban puteando al personal. Y todo el enigma parece encaminado a que vaya ser resuelto por una joven asistente social, excusa ideal para que la Buffy Cazavampiros (¡qué sosa es esta niña!) de su salto a la pantalla grande.
Y es que todas estas películas son iguales. Cuatro sustos bien tramados, aunque efectistas. De esos en los que la música sube, sin ton ni son, muchos decibelios por encima de lo normal, para que aparezca un espectral y sombrío niño cabezón en lo alto de una escalinata o, en su defecto, algún que otro de esos espantajos peludos acabe asomando por la pantalla de un televisor. ¡Que original es el vago del Shimizu!
Ayer, con la finalidad de juzgar El Grito con más criterio, decidí mirar La Maldición (The Grudge), la primera. La película que provocó ese éxito inexplicable que le ha llevado a realizar su nueva versión para un mercado más amplio. Y la verdad es que la película es patética. Es como la americana, pero en pobre, aburrida y pésimamente explicada. Que no entendí nada, vaya. O ayer tenía una tarde ciertamente espesa o es que el guión perdía agua por todas partes.
No me voy a gastar más en una película como ésta. Fast Food. Cómela como puedas y cágala cuanto antes. No molesta pero es ahorrable. Que conste que me refiero de nuevo a El Grito, el remake, pues la original, La Maldición (The Grudge), ya es indigesta con solo olerla. Y es que Sam Raimi debe haber metido mucho baza en el nuevo remozado éste, puliendo cabos sueltos (que aún le quedan, de todas maneras), reunificando personajes, dotándole de ritmo narrativo y otorgándole un look visual mucho más atractivo. Pero, en el fondo, todo es pura fachada para esconder una vanalidad innecesaria. O sea: ver y olvidar.
Por cierto. Miren si será perezoso el Shimizu éste que ni se dignó viajar a los EE.UU. para rodar de nuevo su título fetiche. Se quedó en casita, con las zapatillas y el kimono bien colocaditos. "¡Qué viajen los yanquis!", debió pensar... Tío vago...
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