
Desde
El Pequeño Ladrón, el francés
Erick Zonca se había mantenido alejado del cine durante nueve largos años. Ahora regresa con
Julia, el retrato de una alcohólica que, con la finalidad de reformar su vida, acepta un trabajo ilegal que la conducirá de Los Angeles a la mejicana ciudad de Tijuana. De infierno a infierno y tiro porque me toca. Siendo sinceros, y viendo los desalentadores y confusos resultados finales, el
Zonca podría haberse pasado otros 9 años más tocándose las pelotas.
Julia es
Tilda Swinton, y
Tilda Swinton, en toda su extensión, es la sobreactuación en persona. La verdad es que, a la mujer, se le han subido los humos a la cabeza tras conseguir, el pasado año, un merecido Oscar como secundaria por
Michael Clayton y ahora, siguiendo la tradición impuesta por otros intérpretes premiados con anterioridad, ha decidido desmadrarse a sus anchas para afrontar el rol de una borracha solitaria que, por no querer renunciar a seguir codeándose con la alta sociedad, opta por pasarse al otro lado de la ley. Una madre a la que han separado de su hijo y la figura de éste, serán los dos puntos decisivos para que
Julia afronte su nueva empresa.

La película navega, a trompicones, entre el melodrama y el thriller, sin afianzarse definitivamente en ninguno de ellos, al igual que un barco a la deriva. El histrionismo de la
Swinton es demasiado acaparador como para dejar lugar a un argumento mínimamente estable. Las lagunas que siembran su guión son de envergadura. Muchos de sus personajes, como el de la madre mejicana interpretada por una exagerada
Kate del Castillo, aparecen y desaparecen de la trama como el Guadiana, sin ningún tipo de explicación. El caos se apodera de la cinta en menos que canta un gallo; un caos que algunos, los más benevolentes, querrán atribuir a una especie de metáfora sobre el desorden mental que sufre la protagonista.
Un alarmante quiero y no puedo, de metraje innecesariamente abultado (más de dos horas y veinte de proyección), del que sólo se puede salvar el acertado y desolador retrato que hace de la ciudad de Tijuana; un retrato que, por otra parte, posee muchos puntos de contacto (temáticos y descriptivos) con el usado por
Tony Scott para acercarse a México D. F. en su irregular
El Fuego de la Venganza.


Otro beodo de armas tomar (aunque mucho más solvente que
Julia) es
Louis Schneider, un detective del Departamento de Crímenes de la policía de Marsella, marcado por una tragedia familiar y tocado por su desmesurada afición a la botella. Él, sus borracheras, sus encontronazos con la gente de Asuntos Internos y la turbulenta presencia de un
serial killer, son sólo algunos de los principales focos de atención de
MR 73, el nuevo film de
Olivier Marchal, el mismo que dirigiera la interesantísima
Asuntos Pendientes. Ahora, con este nuevo, sobrio y contundente trabajo -cuyo título hace referencia al revólver que antaño usaba la policía francesa-, retoma con fuerza el género negro, vertiente por la que parece sentir una especial atracción y en la que se mueve como pez en el agua. No en vano, el individuo, antes de actor y realizador, había ejercido como
madero.
“Dios es un hijo de puta: algún día lo mataré”; toda una frase lapidaria que, puesta en boca de
Schneider, se convierte en su mejor definición, la de un tipo al que la vida le ha vuelto la espalda y que, en la piel de un espléndido
Daniel Auteil, cobra una dimensión especial. Y es que
Auteil, con su impresionante interpretación, acerca tanto el espíritu de su destartalado personaje al espectador que, a parte de oler su apestoso aliento, lo convierte en su mismísimo confesor. Un hombre acabado, distanciado a conciencia de sus nada fiables compañeros y dispuesto a todo con tal de enmendar cuantos errores atormentan su mente día y noche. Unas cuantas botellas de whisky, una
Manurhin MR-73 y el regreso a las calles, tras varios años de reclusión, de un psicópata
“redimido”, conformarán el detonante ideal para que nuestro hombre empiece a hacer las paces consigo mismo.

Si en la vibrante
Asuntos Pendientes Marchal apostó por un thriller más abierto y esperanzador con muchos paralelismos con el
Heat de
Michael Mann, en
MR 73 se inclina más hacia sus propias raíces, destapando con ello toda la esencia del cine del gran
Jean-Pierre Melville. Un título que, al igual que sucede con su protagonista, no se anda con chiquitas. Desgarrador, violento y sin concesiones.