Locos por el Surf abriga una broma descarnada hacia los reality shows y los docudramas, a los que satiriza de manera ingeniosa. La falsedad y el cinismo de la mayoría de este tipo de reportajes quedan totalmente reflejados en la película. En ella, una cámara de un equipo de filmación, tras la que se esconde un reportero anónimo, observará a Cody Maverick por donde quiera que éste vaya e, interesándose por su personaje, acercará también el micrófono a sus más allegados. De este modo, su madre, su hermano, sus amigos y sus compañeros laborales, verterán (o, mejor dicho, escupirán) todo tipo de opiniones y anécdotas sobre él. Y es que Cody no es más que un pingüino adolescente cuya máxima aspiración en la vida es convertirse en un surfero famoso. Nadie comprende la enfermiza obsesión del jovencito palmípedo por lograr situarse en lo más alto del pedestal... y menos cuando se trata de un patoso de mucho cuidado.
La cámara seguirá a nuestra ave marina a lo largo del recorrido que separa su tierra natal, la Antártida, de Pen Gu, una pequeña isla tropical en la que va a celebrarse un campeonato de surf a nivel mundial, el Penguin World Surfing Championship. Una vez allí, dedicará la mayor parte de su atención a analizar la relación nacida entre el novato Cody y el otrora popular Big Z, un viejo y famoso surfero al que todos daban por muerto, y al que la cazallosa voz de Jeff Bridges, en su versión original, le otorga un carácter muy especial.
Por tratarse de una película de animación, rompe moldes con respecto a otras similares y, debido a ello, empieza por rehuir la aparición de esos guiños cinéfilos tan habituales (y a veces innecesarios) en este tipo de cine. Y, aún así, ante el trato del alumno Cody con el anciano maestro resurrecto, resulta casi imposible dejar de pensar en Kárate Kid.
Su humor es sutil, en exceso complicado a veces para el público infantil, pues incluso ciertas referencias a la drogadicción (aunque un tanto encubiertas) hacen acto de presencia durante el metraje. Un pollo aficionado al surf se coloca metiendo la cabeza justo encima de uno de los aventadores de una ballena, consiguiendo cierto efecto alucinógeno y anestésico cada vez que el cetáceo expulsa un fuerte chorro de agua; al mismo tiempo, el deprimido y acabado Big Z es un pingüino adicto a las ostras: sin ellas no puede sguir adelante.
Con la finalidad de llevar a cabo esta propuesta, la Sony contactó con Ash Brannon y Chris Buck, dos directores con una amplia experiencia como animadores al servicio de la Disney y la Pixar (antes de la unión de las dos casas). Buscando nuevos matices en el tratamiento de la imagen han conseguido, con ello, distanciarse visualmente del estilo de su rival más directa, la citada y maravillosa Ratatouille y, al contrario que ésta, en ciertos momentos, mostrándose espectacularmente real, tal y como sucede con las imágenes que plasman aquello que los surferos conocen como “el tubo”; o sea, pasar justo por en medio del hueco de agua que forma una ola gigantesca. Una sensación tan bien descrita y filmada que, aunque tratándose de animación, transmite al espectador los mismos sentimientos que a buen seguro recorren la mente de los que practican ese deporte.
Un film diferente que se caracteriza precisamente por ello: por ser distinto y atreverse, incluso, a sustituir la moralina final y apostar, en su lugar, por ridiculizar a una sociedad que, al igual que la nuestra, está basada en la competitividad más agresiva. No se trata de un título redondo al cien por cien, pero su (loable) empeño por distanciarse de la avalancha de animatronics que está invadiendo las pantallas, el (simpático) tratamiento narrativo a modo de falso documental y su (aplaudible) tono crítico, hacen de éste un trabajo un tanto entrañable. Y es que a las buenas intenciones siempre hay que tenerlas en cuenta.
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