5.9.07

¡Están locos estos romanos...!

Gladiator volvió a poner de moda el cine épico y los péplums. A partir de este título, han sido varios, con mayor o menor fortuna, los que han ido desfilando por las pantallas de todo el mundo. Ahora, justo tras el éxito de la epopeya de los 300 espartanos, hace un aterrizaje forzoso en nuestras salas La Última Legión, una aventura cinematográfica en la que se mezclan, sin orden ni concierto, varios conceptos históricos y legendarios, tales como la caída del Imperio Romano y la mítica espada Excalibur. Por en medio, un niño emperador y repelente, el mentor de éste y el reducido grupo que forma su escolta personal: un grupo del que cabe destacar a una guerrera damisela hindú, experta en artes marciales y que se cubre el rostro con un burka en forma de tienda de campaña.

Varias luchas cuerpo a cuerpo, una batalla campal a lo Braveheart (pero en plan cazurro) y uno de los secuestros más raros jamás presenciados, son algunos de los pasajes más delirantes de un producto que bien podría haberse estrenado directamente en televisión, ya que su aspecto y su plana realización la emparientan, directamente, con el citado medio. Por algunos momentos tuve la sensación de estar presenciando una de esas mini-series compuestas de un par de episodios que, a modo de relleno, emiten las cadenas televisivas en fechas vacacionales.

No busquen ningún tipo de rigor histórico ni mitológico a la cinta, ya que no lo van a encontrar. Cualquier tebeo de Astérix está más cerca de la realidad que esta descabellada propuesta de Doug Lefler, su realizador, a quien parece no haberle preocupado demasiado la falta casi total de documentación. Seguramente, el tipo es de los que piensan que a los espectadores les debe importar un bledo la historia... Entonces, ¿vale la pena estrujarse las neuronas contrastando datos, si con varias escenas de acción y una buena tanda de mamporrazos está todo resuelto?

El tal Lefter, por lo visto, también debe considerar al guión como otro elemento nimio y prescindible. Total: con cuatro líneas de diálogo, en las que se repita siempre el mismo concepto, está zanjado el asunto. La cuestión es que ocurran cuantas más cosas mejor, ya que el resto es pura paja, empezando por la mínima lógica interna de la película. Y no hay que tirarse de los pelos si de la isla de Capri a Gran Bretaña se llega en menos que canta un gallo. ¿Elipsis narrativas?... ¿pá qué? Más se pasó el Ridley Scott en Gladiator haciendo trotar, a lomos de un caballo, a un maltrecho Rusell Crowe, desde Alemania a España y en un solo día.

Acción y más acción, sin venir a cuento de nada y a pesar de que jamás asome ese espíritu romántico que siempre debería existir en un film de aventuras que se precie. Lo más romántico, en este caso, es la cantidad de pasta que deben haber pagado por la contratación de un actor de la talla de Ben Kingsley, aunque sólo sea para disfrazarle de druida y soltarlo por esos montes de Dios. Desaprovechar a un hombre así, no tiene nombre (a pesar de que a su personaje le hayan encasquetado el de Ambrosinus). Y, además, se nota que el Kingsley no se creía su papel en absoluto. Nunca lo había visto tan descafeinado (y ridículo) como en este film.

¡Por Tutatis que algún día se nos va a desplomar el cielo sobre nuestras cabezas!

Por cierto: los de la última foto no son Pep Munné y Penélope Cruz. En realidad se trata de la pareja compuesta por Colin Firth y Aishwarya Rai; o sea, el jefe de la escolta personal del pequeño emperador y la del burka.

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