30.9.07

Pinochos

El otro día saltó la noticia a todos los rotativos del mundo: Tania Head, la presidenta de una de las asociaciones de víctimas del 11-S, es una impostora. En su día declaró que trabajaba en la planta 78 de la torre sur del World Trade Center, siendo la única persona de su empresa que salió con vida del atentado. También aseguró que el bombero que la salvó, murió acto seguido en la tragedia, al igual que le ocurrió a su novio, el cual estaba en la otra torre abatida.

Todo ello es fruto de una gran mentira. Una mentira orquestada con el único afán de sobresalir pues, según cuentan, no ha sacado beneficio económico alguno de sus años como presidenta de la asociación de afectados. Ni siquiera se llama Tania. Su nombre real es Alicia Esteve. Ni tampoco es neoyorquina. En realidad es hija de una acomodada familia de Barcelona que, en 1992, se vio directamente implicada en el caso Planasdemunt. Su padre y su hermano fueron acusados y encarcelados debido a un delito de falsificación de documentos públicos. Alicia Esteve vivía en Sarrià-Sant Gervasi, uno de los distritos bien de la ciudad condal y, durante una corta temporada, de 1998 al 2000 –justo un año antes del atentado neoyorquino-, estuvo prestando sus servicios como secrectaria en la empresa Hovisa, propietaria por aquel entonces del Hotel Ars.

El caso es que, de farsantes y gigantescos engaños, los ha habido y habrá, para todos los gustos y colores, a lo largo de la historia de nuestro planeta. Como bien demuestra Lasse Hallström en La Gran Estafa, su nuevo trabajo, Alicia no está sola en el universo de los embaucadores. En el film, Hallström detalla, paso a paso, los motivos que condujeron al escritor Clifford Irving a inventarse, en 1971, una larga entrevista con Howard Hugues, justo cuando el multimillonario estaba alejado de la luz pública y no recibía a nadie desde hacía mucho tiempo.

Irving era un tipo frustrado y con ganas de triunfar. Sus libros eran despreciados constantementes por las editoriales, hasta que decidió engatusar a una de las más prestigiosas de Norteamérica, al asegurar haber cerrado un trato con Hugues para ejercer de transcriptor directo de sus memorias. La verdad es que ni él ni sus dos colaboradores (su esposa Edith y el historiador Dick Suskind) tuvieron contacto alguno con el mecenas de la aviación quien, en esa época, estaba pendiente de un largo proceso judicial. Todo se trató de un somero y acelerado trabajo de investigación, en el que el propio Clifford llegó a implicarse, de tal manera, con el personaje de Hugues, que su mente le jugó una mala pasada al romper las barreras de la lógica.

El estilo narrativo de La Gran Estafa se distancia del academicismo habitual en el cine del autor. La cinta posee un ritmo endiablado. Clifford y Dick, su socio más directo, van de un lugar a otro, tanto en busca de datos como para persuadir de la veracidad de su propuesta al desconfiado editor. Su innegable tono de docudrama resulta de una mezcla entre la compacta Todos los Hombres del Presidente y la fallida El Asesinato de Richard Nixon. Los diálogos se entrecruzan y se pisan unos a otros, lo cual puede resultar un tanto molesto para el espectador. No hay respiro posible para éste si no quiere perderse el hilo de la trama, pues se trata de una especie de carrera contrarreloj que coloca a la platea al mismo paso trepidante del escritor enfebrecido y su ayudante. Todo ello, va en contra de la propia película. la cual, en ciertos momentos y con tan desmesurado apresuramiento, puede resultar incluso agobiante para buena parte del público. Igual de agobiante que, a buen seguro, lo fue para ambos protagonistas en la vida real. Y cuando Hallström ha llegado al límite de su exceso de veracidad, cambia el estilo y entra a saco en vericuetos más irreales, los cuales, a modo de pesadilla dantesca, abren la puerta de los rincones más temerosos de la mente de un literato dispuesto a comerse el mundo y que incluso, en parte, llegó a creerse su propia mentira.

La Gran Estafa es uno de esos títulos que hay que digerir bien y poco a poco; con calma. La primera impresión puede resultar negativa. Pero a medida que uno recapacita sobre las imágenes vistas, descubre la fuerza y la mala leche que envuelve a toda la historia sobre Clifford, Howard Hugues e incluso, por defecto, al mismísimo Richard Nixon quien, por esa época, estaba a punto de ver tambalear su imperio a causa del asunto Watergate. No tan sólo se trata de un retrato psicológico sobre un escritor con ganas de llegar a la cima al precio que sea. Detrás de la espléndida descripción de una paranoia obsesiva, se intuye un malestar social e individual amparado en la ejecución de la política del terror y de las conspiraciones a niveles de lo más sibilino. Una conspiranoia en toda regla.

Un producto extraño y peculiar que, por fin, demuestra la gran valía de Richard Gere como actor. Y es que, en esta ocasión, el hombre está inmenso (todo lo contrario que su partenaire, un apayasado Alfred Molina). Las dualidades de un personaje absorbido por las transferencias cedidas por el invisible (y siempre presente) Hugues -a partir de la imagen y la voz de éste-, son gestionadas a través de una interpretación inesperada (tratándose de quien se trata) y totalmente fuera de serie. Aunque sólo sea por Gere y por acercarse al tema de la paranoia de manera mucho más creíble que lo expuesto en la sobrevalorada Una Mente Maravillosa, vale la pena acercarse al cine y dejarse invadir por la historia de un claro antecesor de Alicia Esteve en lo que al arte del engaño se refiere.

Por cierto. ¿no se han fijado que el crecimiento interpretativo de Richard Gere es directamente proporcional al de su nariz y al de la paulatina desaparición de sus ojitos?

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