Este es el punto de partida de El Asesinato de Richard Nixon, una cinta del 2004 que, con cierto retraso, se estrena ahora en nuestro país. Es de suponer que las distribuidoras no confiaban demasiado en la propuesta de Niels Muller, su realizador quien, al mismo tiempo, debutaba con éste trabajo en el mundo de largometraje tras una pequeña experiencia en televisión.
El Asesinato de Richard Nixon está basado en un caso real, el de un tipo que decidió cortar por lo sano todos sus problemas y, por extensión, los del feroz mundo en el que se veía inmerso. Su idea era la de atentar contra la vida de Richard Nixon. La presencia del Presidente en todos los medios de comunicación le resultaba ofensiva, irritante. Allí estaban la guerra del Vietnam, la caída de Allende, los violentos altercados de Woundedknee... Y Nixon siempre aparecía en el centro de todos los conflictos. El ojo del huracán. La falacia era su Biblia. Las mentiras que soltaba, una detrás de otra, le encolerizaban. La figura de ese político narizotas y corrupto se convirtió, para Samuel Bick, en el aglutinador máximo de las desgracias del planeta.
La película sigue los pasos de Un Día de Furia. Mientras el film de Joel Schumacher se inicia justo en el momento en el que la última gota de agua colma del vaso de la desesperación, en El Asesinato de Richard Nixon asistimos al proceso de rellenado del recipiente; gota a gota. La explosión de violencia y la sed de venganza inicial de Douglas, en este caso, se guarda para el final, cuando Samuel Bick pone manos a la obra y se dispone a hacer desaparecer de la faz de la Tierra al que cree el culpable de todos los males.
Una idea perfecta, interesante y, a priori, prometedora. La lástima es que la película se encalla desde su primera escena. Resulta demasiado repetitiva en todos los aspectos, tanto en el retrato del agobiado personaje como en la reiteración de ciertos conflictos políticos y sociales que no para de machacar a lo largo de toda la proyección. Su realización es desangelada, pobre, no tiene garra. A pesar de sus buenas intenciones (que las hay, y muchas), su trama no acaba de atrapar al espectador. Sus altibajos narrativos la convierten en una especie de Montaña Rusa y su estilo visual recuerda demasiado al de las teleseries de bajo presupuesto.
Sean Penn (que por momentos, con sus gestos y andares, me recuerda al Dustin Hoffman de los 70), está perfecto en la piel de ese ser asfixiado y solitario. Hace creíble a un personaje agobiado y harto de ser tratado a patadas, un hombre que se considera a sí mismo un minúsculo e insignificante grano de arena en medio del Universo y que está dispuesto a pasar a la historia, al precio que sea pero con letras mayúsculas.
Quizás el trabajo del actor, junto con las ya citada buenas intenciones, sea lo más destacable de un producto fallido, irregular y aburrido pero que, al menos (y eso tiene su mérito), ha sabido retratar con cierta veracidad ese horrible sentimiento de impotencia que nos invade al descubrir que, por desgracia, las leyes de Murphy siempre se cumplen de manera inexorable.
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