El Señor de la Guerra es al tráfico de armas, lo que Blow era al tráfico de cocaína. Mientras el film del desaparecido Ted Demme narraba la ascensión y caída de George Jung, el primer norteamericano que introdujo en su país la blanca de manera industrial, el del neozelandés Andrew Niccol muestra la ascensión y la “caída” (entre comillas) de Yuri Orlov, un emigrante ucraniano que, tras empezar trapicheando con pequeñas ventas de armas a mafiosos de barrio neoyorquinos, acabó convirtiéndose en uno de los primeros suministradores de armamento a nivel internacional.
Nicolas Cage, a parte de implicarse directamente en la producción del film, es su principal protagonista. Él es quien da vida a Yuri Orlov. Citar su nombre es referirse al cinismo personificado. Se trata de un tipo impulsivo y sin escrúpulos que vive dos vidas completamente opuestas. Una es su familia y su matrimonio. La otra, es su verdadera y única pasión: la pretensión de hacer dinero, a toda costa, sin plantearse cuestiones morales. Al igual que muchos gobernantes, el tal Orlov tiene muy claro que las guerras son el negocio actual más rentable. El mejor business de los siglos XX y XXI. Es indiscutible: la muerte, nos guste o no, da dinero; mucho dinero. No importa el número de pérdidas humanas que pueda generar, ni siquiera que muchos de los cadáveres mutilados pertenezcan a niños.
Nicolas Cage, en esta ocasión, está soberbio. Ha dejado aparcadas esas muecas histriónicas a las que recurría demasiado a menudo. Parece otro actor: mucho más sobrio y serio de lo habitual: sobrio y enérgico; altivo e impúdico. Toda una creación única e irrepetible para dibujar a un personaje inverecundo que, en el fondo, no acaba de caer mal a la platea.
El Señor de la Guerra es una película tanto o más cínica que su propio protagonista. Al igual que éste, su guión (debido al propio Andrew Niccol) no tiene pelos en la lengua y, bajo un tono satírico y burlón, coloca los puntos sobre las íes sin olvidar una sola tilde. A veces, la fiereza y el estilo sincopado con la que se han filmado algunos de sus pasajes hace que su visión, para ciertos espectadores, pueda resultar extremadamente dura y contundente. Dicen que la letra con sangre entra. En este caso, aparte de todo lo que se cuenta, la imagen utilizada es otro genial instrumento para golpear las entrañas del espectador. Una buena terapia, visual y argumental, para recordar a más de uno una realidad que nunca han querido reconocer. Seguramente, para suavizar un poco algunos pasajes, su realizador ha optado por otorgarle, a ciertas escenas, un toque un tanto irreal y casi imposible de creer. Un toque irreal que le da cierto aire de fábula a la propuesta.
No se engañen con la publicidad que de ella puedan ver en televisión. Por suerte, no se trata de un thriller al uso ni de un film de aventuras estilo Michael Bay. A pesar de su elevado presupuesto y su innegable comercialidad, es otra historia. El Señor de la Guerra es una película arriesgada, tras la que se esconde un melodrama desgarrador y una comedia ácida y cruel. Andrew Niccol asegura que el personaje de Yuri Orlov es el compendió de los rasgos, caracteres y hechos de cinco traficantes reales. Para ponerle a cualquiera, con dos dedos de frente, los pelos de punta.
No se pierdan sus títulos de crédito iniciales. Son una pequeña maravilla y, de manera directa, significan un claro antecedente de todo lo que van a ver a continuación. En menos de 5 minutos, asistirán al proceso de fabricación industrial de una bala: desde la creación de ésta hasta llegar a su destino final. Espeluznante. Al igual que la totalidad de la película, estos créditos tienen un ritmo endiablado, un abrasivo sentido del humor y una mala leche final inesperada.
Asistir a El Señor de la Guerra les dará la misma sensación que pegarse una esnifada de marrón-marrón, la impía mezcla de cocaína y pólvora que el perverso dictador africano, Andre Baptiste, suministraba a los menores de edad antes de enviarlos al frente con una AK-47 entre sus manos.
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