Hace ya varios años que algunos de los cineastas más reputados del planeta tenían la intención de llevar la novela de Patrick Süskind, El Perfume, a la pantalla grande. Uno de ellos fue el desaparecido Stanley Kubrick y, tal y como ocurrió con esa irregularidad de A.I., Inteligencia Artificial, Steven Spielberg quiso tomarle el relevo y encargarse de su traslación cinematográfica. Incluso, en un principio, corrió el falso rumor de que el realizador de Tiburón tomaría las riendas como productor en el proyecto; un proyecto que finalmente no ha sido producido por él y que se ha encargado de dirigir el alemán Tom Tykwer.
El Perfume: Historia de un Asesino ha sido su título definitivo. Se trata de un film académico, perfectamente realizado y ambientado y con la suficiente dosis de morbo, erotismo y tenebrosidad como para resultar atractivo. Todo en porciones mínimas, en su justa medida, sin pasarse jamás de la rosca, aunque sin llegar nunca a resultar light. Siempre en el punto justo, cocinado al punto. Su primera parte es quizás la más cruel y oscura de todo su metraje, justo en la presentación del personaje de Jean-Baptiste Grenouille, cuando la cámara de Tykwer muestra el nacimiento de éste; una escena visceral y compacta; tan cruda como esos centenares de peces putrefactos que rodean -entre todo tipo de basuras- el cuerpo del recién nacido. Un impacto visual que, al mismo tiempo, servirá a su realizador para que el espectador empiece a comprender el sobrenatural poder olfativo con el que ha sido dotado ese pequeño cuerpecito; un poder nada sorprendente, pues no es de extrañar que el pestazo que suelta el el pescado en vías de putrefacción pueda alterar las membranas olfativas de un bebé.
Y es precisamente en este punto, en el de la percepción de los olores que tan bien describía Süskind en su libro, en donde Tykwer se ha mostrado más brillante e inteligente. Con cuatro pinceladas visuales, en las que cobran un protagonismo especial las aletas nasales de Jean-Baptiste Grenouille y la voz en off de un narrador (John Hurt, a través de una elegante entonación en su versión original), rompe ese mítico pavor a la dificultad de poner en imágenes –y sin recurrir a la idiotez del Odorama- tal sensibilidad olfativa.
El Perfume, por momentos, a parte de ser un film lúgubre y angustioso, en ocasiones (pocas) se decanta por la vía satírica. Un buen ejemplo de ello, se encuentra en la manera de plasmar el modo en que se ven gafados algunos de los personajes que se acercan demasiado a la presencia del extraño Grenouille. Sin ir más lejos, la desaparición brutal e instantánea del maestro perfumista del odorífero protagonista, Giouseppe Baldini (interpretado por un sobreactuado y caricato Dustin Hoffman), tiene su toquecito de humor negro.
No se lleven a engaño y busquen en El Perfume una película de terror al uso. Nada más erróneo que ello. El tratamiento otorgado huye del terror típico y tópico al que estamos acostumbrados, acercándose mucho más al retrato melodramático y psicológico de un personaje atrapado por una obsesión sensorial; la autopsia de un friki en toda regla. Los múltiples asesinatos que éste comete -con la finalidad de lograr el perfume más potente y sensual del mundo-, en general, aunque con alguna excepción como la del primer crimen, ocurren fuera de la visión del espectador. La maldad de Grenouille no es una maldad consciente; él es un enfermo y, por lo tanto y acertadamente, Tom Tykwer no ha creído necesario recrearse en sus pérfidos actos.
Es innegable que, uno de los buenos aciertos del film, es la elección del no muy conocido Ben Whishaw para encarnar al especial olfateador de Süskind. La sobriedad con la que afronta su rol, sumado a su peculiar aspecto físico (sombrío y atractivo al mismo tiempo), le otorgan un carácter ambiguo y misterioso a un personaje frío y parco en palabras; la ambivalencia ideal para su imagen cinematográfica. De hecho, y en contraposición a éste, resulta mucho más terrorífica y odiosa la presencia del magnífico Alan Rickman, un padre marcado por el miedo a que su hija pueda convertirse en una más de las víctimas de Grenouille, siempre rodeado por las vitriólicas fuerzas vivas de la ciudad de Grasse y dispuesto a todo para saciar su rabia. La maldad y la bondad enfrentadas de nuevo en el Séptimo Arte, aunque en esta ocasión se trate de un enfrentamiento totalmente ambivalente. ¿A qué lado real se encuentra el bien y a cual el mal? Difícil decantarse.
De todos modos, el mejor acierto de la película se encuentra en el debut cinematográfico de un actorazo inmenso; de un nuevo Marlon Brando del que Tykwer comete la torpeza de no mostrarlo en pantalla más de veinte segundos seguidos y a través de un par de planos lejanos y un tanto desenfocados. Se trata de un tal Spaulding, un tipo orondo y atractivo que muestra (a pesar de esa lontananza visual) sus grandes dotes interpretativas y que, en este caso, ejerce de doble del actor David Calder, el obispo de Grasse, justo en una escena en la que se desarrolla una especie de orgía colectiva. Para Calder, los primeros planos a todo detalle; en cambio, para el fabuloso Spaulding, los planos generales. Y lo más triste es que además, esta prometedora escena de la orgía (tan cacareada a priori y orquestada por La Fura dels Baus), acaba resultando lo más flojo de un producto correcto e interesante que, por otra parte, potencia a la ciudad de Barcelona como un excelente plató cinematográfico.
Estoy esperando su lanzamiento en DVD para detener la imagen y disfrutar -durante horas enteras, fotograma a fotograma y con la ayuda del zoom- de las piernas rollizas de Spaulding y, ante todo, de esa mujer desnuda que tiene montada sobre él.
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