Esta temporada, el cine español me está sorprendiendo gratamente. Una buena muestra de ello es el último film del catalán Cesc Gay, Ficción, una conmovedora historia de amor que poco tiene a envidiar, por ejemplo, a Los Puentes de Madison, sobre todo en su enternecedora parte final.
Ficción rompe del todo la estructura de sus dos películas anteriores, Krámpack y En la Ciudad, dos títulos mucho más corales y con cierto aire de comedia. Ficción, en el fondo, es mucho más sencilla que éstas, aunqué está dotada de una fuerte carga de sensibilidad muy poco habitual en el cine actual.
La historia que nos plantea Cesc Gay es una historia eterna, de las de toda la vida, aunque contada de una manera muy próxima al espectador, tal y como ocurriría en la vida real con un tema similar. Su protagonista es Àlex, un director y guionista cinematográfico, casado y con dos hijas. Él es un tipo reservado y un tanto tímido. Está pasando un mal momento personal y, en plena crisis existencial, buscará refugio en un pueblecito de los Pirineos para escribir su próxima película, siendo acogido -con tal finalidad- en casa de Santi, un viejo amigo. Allí conocerá a Mónica, una mujer que está pasando unos días de vacaciones en la misma localidad alojada en el domicilio de una amiga en común. Entre Àlex y Mónica nacerá una fuerte atracción plagada de miedos y barreras emotivas.
Ficción es una película lenta; tan lenta como el pausado ritmo de vida de los habitantes de un pueblo alejado de la civilización; una película llena de grandes silencios y de explícitas miradas, en la que los diálogos incluso están entrecortados. Frases que se inician y nunca se acaban. La expresión de sus actores y, a veces, el propio silencio de éstos, son más que suficiente para que el propio espectador pueda terminar esos esbozos de conversación perdidos en la inmensidad de los numerosos espacios abiertos que abriga el film. La naturaleza, en este caso, convertida en uno más de sus protagonistas.
Sus diálogos pueden parecer banales, insustanciales. Es cierto: no son nada profundos. Pero ello no significa ningún defecto de guión; al contrario. Al igual que ocurre en la vida real, cuando dos personas acaban de conocerse y no tienen plena confianza, los temas de los que charlar son difíciles de hilvanar. Ideas y palabras entrecortadas, soltadas al aire para no quedarse mudo, para descubrir que no se está completamente solo; una mezcla dubitativa y tartamudeante de intenciones tras las que se amagan pensamientos mucho más profundos. Diálogos sencillos, como la propia película, alejados de cualquier sintomatología de pedantería. Un gesto de sus protagonistas o un leve roce entre ellos, dicen más que mil palabras.
Y Cesc Gay, en su versión original catalana, aprovecha también para jugar al bilingüismo; un asunto con el que los nacidos en Catalunya y los castellanoparlantes hemos aprendido a convivir, sin estridencias ni malos rollos (a pesar de la insistencia de muchos pepistas en apuntar todo lo contrario). Allí está Santi, el castellanoparlante, para darle pulso a ese puzzle lingüistico con el que nos desenvolvemos habitualmente. Javier Cámara es quién da vida a este personaje, el amigo del alma del deprimido Àlex; un Javier Cámara totalmente controlado en un papel entrañable: un tipo bonachón, comprensivo y siempre dispuesto a utilizar su sentido del humor para seguir luchando.
Ficción no sería la misma película sin la química existente entre Eduard Fernández y Montse Germán. El primero -a través de ese triste director en crisis buscando recuperar la fuerza "pa seguir tirando p'alante"-, retoma ese tipo de interpretaciones modélicas con las que nos sorprendió al principio de su carrera cinematográfica, dejando a un lado esas sobreactuaciones a las que se estaba acostumbrando, de manera peligrosa, en sus últimos trabajos. Ella, Montse Germán -una belleza sin estridencias con un aire a lo Cecilia Roth-, es todo un descubrimiento a tener en cuenta: tras una larga experiencia en el mundo del teatro y las teleseries a la catalana, el film de Gay ha supuesto su primer trabajo para la pantalla grande. Tanto su personaje como su excelente interpretación, convierten a Mónica en una mujer sencilla y tierna; una mujer de la que resultaría muy fácil enamorarse.
Una historia que penetra en el cerebro y en el corazón con una naturalidad pasmosa; una ficción nada imposible; un trance por el que todos podemos pasar (si es que no hemos pasado ya) y una descripción detallista de lo que significa querer amar y no atreverse a amar. La sensibilidad de un cineasta que, de la aparente banalidad, construye una pequeña joya cinematográfica. Un film sensible que rehuye caer en la sensiblería. Una película preciosa (que no preciosista). Un servidor, en sus últimos minutos, notó un fuerte nudo en el cuello del estómago para, a continuación, derramar un par de lágrimas en silencio. Y, es que en el fondo, hasta los más brutotes (a veces) tenemos nuestro puntito de humanidad.
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