23.11.06

En Kazakistán también tienen un reportero Tribulete, que en todas partes se mete


Borat Sagdiyev es un tipo humilde, antisemita, un tanto burdo y vecino de una pequeña y ruinosa aldea del Kazakistán, cuya máxima aspiración en la vida (aparte de follar con cuantas más féminas mejor) es la de convertirse en afamado reportero al servicio de su gobierno. En compañía de un orondo colega -que le asistirá en calidad de productor- y armado de una cámara, partirá hacia los EE.UU. para realizar un documento que analice las costumbres sociales y políticas del país para después amoldarlas a su propia nación. A pesar de que, según sus propias palabras, teme viajar en avión “por miedo a que los judíos planeen otra masacre como la del 11-S”, acabará utilizando ese medio de transporte para desplazarse hasta Nueva York, aunque realizando los viajes posteriores por el interior de la tierra de George Bush en una pequeña y desvencijada furgoneta. Una vez instalado en Manhattan, haciendo zapping en la televisión de su hotel y tras descubrir un episodio de Los Vigilantes de la Playa, decidirá cambiar las intenciones de su misión para marcase una nueva meta personal: conseguir, al precio que sea, el cuerpo plastificado de Pamela Anderson.


En breves palabras, ésta es la idea principal de Borat, una especie de falso documental que, siendo una producción norteamericana dirigida por Larry Charles (uno de los responsables de la serie Seinfeld), finge ser, desde sus títulos de crédito iniciales, una película pagada por el gobierno de Kazakistán. Pero, al contrario de lo que ocurre con otros falsos documentales, en éste se mezclan escenas reales con otras simuladas. Y, cuando digo reales, me refiero a todas aquellas en las que el actor-cebo que da vida al torpe periodista kazaki, se presenta como tal ante todo tipo de personajes de la sociedad norteamericana. Algunos de ellos descubren el juego de Borat y le siguen la broma; otros, como ocurre con un grupo de feministas radicales a las que entrevista, se le acaban rebotando e incluso abandonan el plató de rodaje. De todos modos, uno de los momentos álgidos de la cinta es aquel en el que, durante un rodeo californiano y ataviado con la bandera yanqui, tras dar apoyo público a Bush por su sed de venganza mediante la guerra de Irak, entona el himno norteamericano adaptándolo a la peculiar letra de su país natal: la cara de alucinados del público presente no tiene desperdicio; es de pura antología.

Borat es una película gamberra al cien por cien. Una bufonada mayúscula que se pasa la consigna de lo políticamente correcto por el forro de la americana. No deja títere con cabeza. Judíos, políticos y deficientes mentales reciben su palo correspondiente a través de la muy particular guasa del tal Borat. Su mala leche no tiene fronteras. Sus disparos están envenenados por el mal gusto, pues la escatología es la principal fuente de inspiración de un periodista colado por los huesos (y la silicona) de la Anderson; una escatología que empieza por sus propios calzoncillos de rejillas (que lava en un lago del mismísimo Central Park) y termina con una sabrosa cena en compañía de un reducido grupo de gourmets de la jet set. En Borat, nadie está a salvo de Borat: ni el propio Borat (y valga la redundancia).

El problema del film de Larry Charles es que, en su última media hora, empieza a cansar. Todo está dicho y redicho en sus 60 minutos anteriores. Y, lo peor es que, en esa parte final, cae totalmente en la astracanada. Si hasta ese momento, el humor burdo utilizado por sus guionistas estaba controlado y funcionaba a la perfección, con el desmadre y la subida de tono utilizada en su último round se rompe un tanto la fuerza torpedera de la película. Una hora hubiera sido ideal para un producto como éste. Y una hora en la que se podría haber potenciado aún más la presentación de los personajes de la aldea natal de Borat que, en el fondo, es lo mejor de la cinta. Hacía tiempo que no me reía tanto en un cine con la sorpresiva presentación del pueblo y de los vecinos del reportero kazaki. Una manera delirante de entrar en materia y de presentar a un personaje en su hábitat natural.

Una comedia destructiva, con muy pocos límites y un actor espléndido, Sacha Baron Cohen, capaz de hablar a la perfección un jocoso pero pésimo inglés de manera macarrónica, muy a lo Kazakistán. Es por ello que les recomiendo que la vean, si tienen ocasión, en su versión original subtitulada. Me temo que en su doblaje español, como suele ocurrir con este tipo de productos, se hayan pasado un tanto de rosca. Ojalá me equivoque.

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