Un duelo interpretativo difícil de olvidar. Dos grandes damas del cine cara a cara. Una disección magistral de la locura como instrumento de evasión mental. Un melodrama brutal y siniestro. El horror hecho celuloide. Un film con personajes decadentes y patéticos. Una bofetada al Hollywood más lujoso. Tanta desolación, cinismo y mala leche sólo podían ser debidos a la mano de un maestro como Robert Aldrich; un cineasta con una cinematografía espléndida al que se tendría que reivindicar más a menudo. Con ¿Qué fue de Baby Jane? nos brindó su particular Crepúsculo de los Dioses.
Bette Davis y Joan Crawford en un enfrentamiento sensacional y aterrador. Dos bestias cinematográficas de alto voltaje al servicio de una de las visiones más cáusticas del mundo de Hollywood. La añoranza de un pasado de esplendor, el odio, los celos, la humillación y la rabia se agitan en la coctelera del realizador para construir un bebedizo ponzoñoso; un cocktail venenoso que desembocará en tragedia (de connotaciones casi griegas) para las dos hermanas a las que dan vida ese par de actrices insuperables.
La Davis es Baby Jane Hudson, una anciana trastocada y cargada de resentimientos; en su infancia fue una popular niña prodigio que recorrió todos los escenarios teatrales de Los Angeles con un espectáculo musical excesivamente cursilón. La Crawford es Blanche Hudson, una mujer inválida y amargada que, postrada en cama día y noche, vive de los favores de una hermana iracunda que la desprecia por haberle robado su estrellato ya que, con la llegada del cine, se convirtió en una de las actrices más cotizadas del momento, eclipsando en todos los aspectos a la pequeña y repipi Baby Jane. Según cuentan las malas lenguas, Baby Jane, en el momento más álgido de la carrera cinematográfica de Blanche y harta de sus continuos pavoneos celebrando el prometedor futuro que le esperaba en la pantalla grande, atropelló a su propia hermana rompiéndole la columna vertebral.
El escenario principal en el que transcurre la mayor parte del film es la vieja mansión que la familia Hudson poseía en una barriada de Los Angeles. Sus padres ya han muerto. La casa es oscura y tétrica; tan deteriorada como la propia Baby Jane, la cual vive de los recuerdos de su niñez, en compañía casi perenne de una de las viejas muñecas que se fabricaron a su imagen y semejanza. Aldrich retrata con una sordidez espeluznante todos los rincones del domicilio en el que conviven las dos hermanas. Blanche, la inválida, a duras penas sale de su habitación en la silla de ruedas. Las largas escalinatas para acceder a la planta baja, para ella, toman la forma de las rejas de una celda. No puede escapar de una hermana a la que pretende encerrar en el manicomio y Baby Jane, a sabiendas de sus sombrías intenciones, iniciará una guerra sin cuartel en la que se mezclarán la tirria y la exasperación.
El Gran Guiñol está servido. Robert Aldrich lo maneja con una minuciosidad propia de un relojero. No son necesarios los efectos especiales ni los sustos inesperados para mantener al espectador en vilo. La angustia forma parte de la normalidad cotidiana en el hogar de las hermanitas. Una se pasa el día cantando y bailando vestida de niña pequeña; la otra sufriendo en silencio entre cuatro paredes, encerrada a cal y canto. El horror y el suspense están a punto de aunarse en perfecta comunión.
El rostro pintarrajeado de Bette Davis, las ojeras mortuorias en el de Joan Crawford; la inquietante muñeca de Baby Jane; una melodía infantil convertida en escalofriante y terrorífico tema musical; ratas en el sótano; un canario en bandeja de plata; un martillo como arma homicida y un pianista obeso coladito por las caducas carnes de una niña que se negó a crecer: elementos, todos ellos, que conforman uno de los crescendos más desalmados jamás vistos en el cine de los años 60 (junto con Psicosis de Hitchcock). Un crescendo que se inicia justo cuando la impedida Blanche logra superar la barrera física que la aleja del único teléfono en el que puede solicitar ayuda. Las sombras, como elemento aterrador, cobran un protagonismo muy especial para, en su spring final, dar un giro en su composición visual al huir de la penumbra constante del film y terminar su drama, al amanecer, en una soleada playa plagada de bañistas.
Como muestra de la decadencia que plasma el realizador en el film, les dejo un YouTube con una escena ciertamente explícita. En ella, una Bette Davis ruinosa, con la ayuda del gran Victor Buono al piano, rememora la canción que la hizo famosa en su infancia. Allí, justo en esta memorable escena, se encuentra resumida toda la escencia de ¿Qué fue de Baby Jane?: el máximo exponente del cine de un realizador que siempre estuvo enfrentado al circo hollywoodiense. Un tipo sin pelos en la lengua que, seis años después de este film y contando con el protagonismo de la tentadora Kim Novak, volvió a darle una inmensa patada a la entrepierna del star system con otro título excelente y no tan divulgado: La Leyenda de Lylah Clare.
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