18.7.05

Ustedes lo han querido: EL APARTAMENTO

No hay mejor placer, cinematográficamente hablando, que, de vez en cuando, darle un vistazo a El Apartamento. Billy Wilder construyó una de las mejores películas de la historia del cine. Sin ningún tipo de fisuras. Un engranaje perfecto en el que nada chirría. Una obra maestra indiscutible que tendría que ser de visión obligatoria en todos los colegios. Una maravilla.

Wilder tenía en mente la historia de El Apartamento desde finales de los años cuarenta, pero la presencia amenazadora del malicioso y moralista código Hays frenó su proyecto en más de una ocasión. Finalmente, tras rodar Con Faldas y a lo Loco y entusiasmado con la labor interpretativa de Jack Lemmon, vio en éste al actor ideal para encarnar a su protagonista. Poco después, tras la aprobación del actor, empezaba el rodaje de uno de los mejores trabajos del realizador.

La película narra los avatares de C.C. “Bud” Baxter, un empleado de una gigantesca empresa de seguros que, con la intención de caer bien a ciertos jefes, no duda en dejarles la llave de su apartamento de soltero para que estos lleven allí a sus conquistas, aunque ello le conlleve pasar más de una fría noche a la intemperie hasta altas horas de la madrugada. Un ritual que empezó, años antes, como un pequeño favor y que, con el paso del tiempo, se acabó convirtiendo para él en una obligación que le saca de sus casillas pero a la que, sin embargo, se ve incapaz de renunciar. Su altruismo no es tan desinteresado como parece, pues la recompensa de sus superiores le hace subir peldaños en el escalafón. Pronto, la aparición en su vida de Fran Kubelik, una de las atractivas ascensoristas de la compañía, le harán ver las cosas de otro modo.

Eran los años en los que el Cinemascope y el Technicolor arrasaban en las plateas. Wilder sólo recurrió a la utilización magnífica del formato cinematográfico, en toda su amplitud, renegando de manera arriesgada al uso del color tan en boga en ese momento. La verdad es que, tras ver El Apartamento, dudo que nadie la pueda concebir, hoy en día, filmada en vivos colores. Su fotografía, en blanco y negro, es increíble. No es una elección aleatoria cualquiera, pues esos tonos grises y oscuros son un recurso descriptivo más de la historia que nos muestra. Un sutil toque maestro para crear esa sensación agridulce que destila todo el film. Igual que esa salsa que comparten, en un local oriental de copas, la bella Fran (una sensacional Shirley MacLaine) con Jeff Sheldrake (un hiriente Fred MacMurray), el prepotente y déspota director de la firma en la que ella está empleada.

Esa fotografía, junto con la dirección artística del gran Alexander Trauner (uno de los colaboradores habituales del director) y el aprovechamiento supremo del citado Cinemascope, es uno de los puntales que otorgan a la cinta una entidad única. Un sello personal. En la memoria de todos quedará el retrato del pequeño y destartalado piso de C.C. Baxter (Buddy para los más íntimos), una estancia que, poco a poco, se acaba convirtiendo en un lugar entrañable para el espectador; o, como otro ejemplo, el mayúsculo efecto de profundidad que consigue al fotografiar el inmenso local laboral en el que presta sus servicios el personaje de Lemmon. Insuperable. El juego conseguido con los decorados, mesas pequeñas al final del plató y el empleo de enanos en las últimas filas, fue mucho más efectivo que los recursos visuales del cine actual. Sólo un artesano como Trauner podría haber conseguido esa magia. Pocos años después, sería el encargado de la sorprendente escenografía de Irma La Dulce.

Y Lemmon. ¿Qué decir de Jack Lemmon? Un personaje solitario, ambicioso pero, en el fondo, un buen hombre, una persona explotada hasta límites insospechados. Un romántico incurable que, a pesar de todo, compite a dos bandas. Y ese pedazo de actor se acerca al tal Baxter de manera sublime. Raya el histrionismo, sin caer jamás de lleno en él. Explota al máximo sus dotes de caricato, mostrándose explícito sólo con la ayuda de sus gestos. Con su sola presencia divierte y emociona, a partes iguales. Un monstruo de la interpretación. Ese hombre se merecería un monumento en mi humilde terraza. Después de Cary Grant, Jack Lemmon. O al revés, tanto da. Genial.

Y tras todo ello un guión que pone la piel de gallina, de esos que erizan la piel. Juega con todo lo que tiene a mano. Todo resulta verídico. Nada está sobrepasado. Satiriza con mala leche el mundo laboral. Más que satirizarlo, lo muestra tal cual. Lo destroza con cuatro pinceladas ingeniosas y razonables. Habla de amores y desamores. Y lo hace con gracia y con sentimiento. Se refiere a los intentos de suicidio sin vergüenza ni pudor. No los censura, los trata como un acto normal en la vida de dos seres desamparados a los que la vida no les ha dejado avanzar como querían. Y, no por ello, deja de ser una comedia. Ácida, cruda y agria. Emocionante. Bella. Y, para dar fe de ese guión, diálogos inolvidables. “Cuando sales con hombres casados, no deberías llevar rimmel”. Esa frase, en boca de la desengañada Shirley MacLaine es toda una declaración de principios. I. L Diamond y el propio Wilder fueron sus artífices. Eso es ser escritor.

Cinemascope. Blanco y negro. Lemmon. MacLaine. Trauner. Diamond. Wilder. Una historia que podría ocurrir en realidad. Una bella banda sonora de Adolph Deutsch, de esas que marcan una época. Y, para ayudar a digerirla mejor, un par de Martinis, una botella de champagne helado y, ante todo, unos espaguetis con albóndigas escurridos de la manera más original jamás imaginada. Obligatorio tener como vecino, en el apartamento contiguo, a un médico comprensivo.

Un prodigio de película. Difícil superarla. Un referente cinematográfico. ¿Quién da más?

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