He de asegurarles que tenía un triste y oscuro recuerdo de este film. Ayer, con cierto temor, me dispuse a darle otra oportunidad, En realidad, me incitó a ello la insana curiosidad por descubrir en que especiales berenjenales se había metido Tim Burton. Y la verdad es que, contra todo pronóstico, Un Mundo de Fantasía se me reveló como una grata sorpresa. En estos momentos, me atrevería a decir que se trata de una pequeña joya cinematográfica; un título cuyos ingredientes inducen a convertirlo en un film de culto. Quizás en su día -debido a mí edad- no supe apreciar, en su totalidad, el cinismo y crudeza que éste abrigaba.
Vendido de manera equívoca como un producto destinado al público infantil, Un Mundo de Fantasía tan sólo utiliza a los niños protagonistas como una herramienta más dentro de su laberíntica y surrealista historia. Es cierto que su estética y sus decorados apuntan al mundo de los más pequeños y ciertos pasajes recuerdan, incluso, a la entretenida Chitty Chitty Bang Bang (no en vano guionizada, de la novela de Ian Fleming, por el propio Dahl). Pero la película del eficiente Mel Stuart va mucho más allá. Sarcástica y mordaz, a años luz de otros títulos más ampulosos y de similares intenciones, estrenados a principios de los setenta. Está claro, vista ahora, que se trata de una cinta no comprendida en su tiempo y que vale la pena recuperar a toda costa, antes de que empiecen a aparecer las inevitables comparaciones con el universo particular y gótico de Tim Burton.
Parte de una historia que, en efecto, roza muy de cerca el cine más candoroso. Las chocolatinas Wonka son las más apreciadas en todo el mundo, pero tanto el interior de su fábrica -enclavada en el corazón de un pequeño pueblo británico- como Willy Wonka, su propietario, siempre han significado un enigma para sus numerosos clientes. Un buen día, entre sus millones de chocolatinas, Wonka esconde cinco únicos vales dorados que darán la oportunidad, a los niños que los encuentren, a visitar las secretas instalaciones y a conocer, en persona, al misterioso chocolatero, así como para obtener el suministro gratuito de la jugosa golosina para el resto de sus vidas. El mundo entero, obsesionado con la propuesta, se paraliza. Los problemas cotidianos, políticos y de toda índole parecen no existir. La fiebre ha invadido la humanidad. Y cinco, finalmente, serán los elegidos para adentrarse en el fantástico universo de Mr. Wonka.
Esa trama, aunque no lo parezca, es la ideal para que el espíritu punzante de Roald Dahl salga a flote a través de su guión. El cristal deformante que utiliza para describirnos a sus protagonistas es de altísima calidad. Distorsiona tanto que, por la exagerada caricaturización de los mismos, los acerca a la realidad más rotunda. Millonarios hipócritas y empresarios avariciosos reciben su buena dosis de jarabe de palo. Muestra los dos extremos de la sociedad con un envidiable tono de mala leche. El Norte y el Sur. La opulencia y la pobreza. Y, lógicamente, se decanta de manera cariñosa por la pobreza. Imágenes estremecedoras retratan el modo de vida de una familia sin recursos: una mujer viuda, su hijo pequeño y los cuatro abuelos de éste. Todos amontonados en una pequeña habitación, en cuyo centro se encuentra una gran cama de matrimonio en la que yacen descansando, las 24 horas del día, el cuarteto de ancianos. Aterrador.
Los parques temáticos de hoy en día le deben mucho a este film, pues el alucinante e irracional viaje por el interior de la fábrica de Willy Wonka es todo un espectáculo digno de tener en cuenta. Casi todo en ella es comestible, a excepción de sus peculiares trabajadores, los Lumpalumpas, un ejército de enanos de piel achocolatada procedentes del lejano país de Lumpalandia. Mano de obra de solvencia más que contrastada. Y sin olvidar, por supuesto, al anfitrión de la visita, el tal Wonka, un tipo estrafalario, provocador y desvergonzado, dispuesto a aplicar severos castigos a los niños malos y, por defecto, a sus progenitores, pues él es consciente de que los culpables de los defectos de los pequeños son de aquellos que los han (mal) educado.
Ríos y cascadas de chocolate, paredes comestibles, caramelos inagotables y huevos de oro forman parte del escenario ideal para envolver la soberbia interpretación de un desmelenado Gene Wilder. Genial. Él será, para siempre, el inolvidable y genuino Willy Wonka. El actor le dio un toque especial a ese personaje, consiguiendo ser amado y odiado a partes iguales. Su insolencia no tiene desperdicio. Y, secundándolo de manera espléndida, uno de los grandes, de los de toda la vida, Jack Albertson, el paupérrimo abuelo Joe del pequeño Charlie (Peter Ostrum), el correcto protagonista infantil.
Y, por si fuera poco, su banda sonora. Una maravilla. Temas musicales de Anthony Newley, de los que ya forman parte de la memoria colectiva, como The Candyman, adornan sus números coreográficos. Pocos pero sorprendentes y, en el fondo, nada molestos; al contrario.
Es el momento de recuperarla. Vale la pena. Oro en bruto, a pesar de su sencillez escénica y sus simples efectos especiales. El ingenio y la originalidad están por encima de todo ello. Ha sido editada en DVD y, al mismo tiempo, está en la parrilla de programación de Cinemanía Clásico, en el Digital. No la dejen escapar. Súbanse a ella y sumérjanse en el absurdo más delicioso.
¡Qué grande era Roald Dahl!
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