Posiblemente, cuando se planteó el rodaje de la película, a lo que menos importancia dio Edwards fue al papel de Sellers, ya que el realizador, en ese momento, buscaba una comedia sofisticada, con ambientes lujosos y personajes de la alta sociedad. El típico título con elegantes ladrones de guante blanco, gente guapa a su alrededor y diferentes localizaciones geográficas europeas. Un cocktail premeditado para atraer a todo tipo de público. Un casting atractivo (David Niven, Robert Wagner, Claudia Cardinale y Capucine) moviéndose por diversos escenarios naturales (Cortina d’Ampezzo, París, Roma). El esplendor estaba servido. Y ese tipo de películas, en esa época, funcionaban a las mil maravillas.
Clouseau era un pequeño detalle más, casi ínfimo, dentro del engranaje del film. Estaba colocado allí, de manera estratégica, para romper, de vez en cuando, la previsibilidad de ese tipo de producciones. Pero, contra todo lo previsto, el personaje de Sellers se convirtió en lo mejor del espectáculo. El resto del reparto se vio totalmente apagado por el bombazo Clouseau. De manera inconsciente, acababan de crear un monstruo de las taquillas, pues ese policía bajito y ridículo, patoso y soberbio, cada vez que aparecía en pantalla, con su presencia insólita, dejaba arrinconados al resto de sus compañeros. La monotonía de la película se veía salvada por la creación de Sellers y, al mismo tiempo, por un par o tres de sketchs aislados pero perfectamente medidos por el oficio de su realizador (la divertida escena de vodevil en la habitación del matrimonio Clouseau, la fiesta de disfraces con un par de policías reconvertidos en cebra o, sin ir más lejos, una surrealista persecución automovilística en la última parte del film).
La endeblez de un guión poco consistente se vio compensada, altamente, por ese ser que, con cada una de sus apariciones, podía desmontar, en pocos segundos, todo cuanto se le pusiera por delante. Sus gags eran típicos, pero rotundos. Edwards no descubría nada nuevo. Tropezones, caídas, golpes inesperados... Nada que Chaplin, Keaton o Lloyd no hubieran hecho antes. Pero Sellers le confirió a ese genial personaje una dimensión única. Tanto es así que, al año siguiente, tuvo su film de lucimiento para el solito, capitaneado de nuevo por Blake Edwards. Se trataba de El Nuevo Caso del Inspector Clouseau, a mí parecer, el mejor título de una larga serie que, por sí misma, fue apagándose en su ingenio original. Sellers no tenía muy claro lo de volver a dar vida a ese policía francés, pero finalmente se dejó convencer por la amistad que le unía con el director norteamericano.
La Pantera Rosa ha quedado como el punto de partida de uno de los personajes más populares y divertidos que jamás hayan poblado platea alguna, a pesar de que el paso de los años acabara dimensionándolo y exagerando sus golpes de efecto. Que nadie intente buscar en ella la comedia más redonda de su realizador. Ni siquiera el episodio más logrado de la saga. Pero a esta Pantera Rosa, a la original, le debemos mucho. Dejando ya a un lado la figura eterna de Clouseau, nos regaló la insuperable partitura musical de Henry Mancini y seis años más tarde provocó, gracias a sus fantásticos títulos de crédito, una de las mejores series televisivas de animación de todos los tiempos. El Show de la Pantera Rosa. ¿Quién da más?
Por si alguien tenía dudas, sólo hay y habrá un solo inspector Jacques Clouseau. Y ese es Peter Sellers.
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