El topo era Mikel Lejarza, más conocido por El Lobo, el pseudónimo que utilizó durante el tiempo en que estuvo jugando a dos caras, a medias tintas entre la organización terrorista y la policía. Basándose en ese personaje, y en los hechos históricos en los que se vio envuelto el citado Lobo, el director Miguel Courtois, un hombre de padre galo y madre española, residente en el País Vasco francés, ha urdido una trama políticamente correcta para filmar El Lobo, personaje al que da vida, con sus más y sus menos, un inexpresivo Eduardo Noriega.
Y digo lo de políticamente correcta porque el tal Courtois no se moja en momento alguno. Lejos del cine de Costra-Gavras (el mejor en el género del thriller político hasta el momento), el hombre ha optado por nivelar, ideológica y políticamente hablando, a los dos bandos. Polis y terroristas. El director intenta colarnos que, en esa época, tanto a un lado como en el otro, se cocían habas. Que si unos eran malos, los otros también Y eso no es cierto. Ni mucho menos. O, al menos, para mí.
No quiero que con ello nadie me malinterprete. La ETA de los años 70 estaba a años luz de la ETA actual. Es difícil tener que hablar de una película como El Lobo habiendo vivido ese momento de la historia de nuestro país. ETA, por aquel entonces, tenía cierto respaldo popular. Un respaldo mucho mayor de lo que ahora puedan suponer. Tanto el lanzamiento espacial de Carrero como la muerte de Franco fueron motivo de celebración. Era otro momento. Vivíamos bajo la tiranía de una dictadura férrea. Tiempos en que la violencia se contestaba con violencia. Tiempos en que la gente pensaba que era absurdo lo del poner la otra mejilla si te daban primero ellos. Y, ante la imposibilidad de opinar libremente con la palabra, hubo un grupo que optó por la lucha armada. Para bien o para mal, uno ya tiene sus años. Y sufrió esa época (en esos años no se vivía; se sufría). Por tanto, cuesta mucho creer que ETA fuera tan mala (repito, por aquel entonces) y que los grises (la represiva policía franquista) fuera tan inocente como los dibuja Courtois en su película. Ni tanto ni tan calvo.
Por eso no me creo El Lobo. Ni que él fuera tan bonachón ni que el personaje de Ricardo, uno de los jefes del servicio secreto español -encarnado por un fantástico José Coronado- fuera tan benévolo e incluso comprensible. Aparte que, personalmente, me resulta muy difícil identificarme con el personaje de un traidor, sea cual sea el color de la causa que persiga. Un traidor siempre ha sido y será un ser inmoral, sin personalidad. Un muñecote, vaya. Por eso, ese Lobo, protagonista excusado al cien por cien en sus acciones desde la película, no acabó de entrarme en ningún momento.
Si tomamos El Lobo como un simple thriller, sin connotación política alguna, puede resultar un divertimento. Un film ideal para matar un par de horas, en el que la acción y el suspense están servidos de manera correcta. Pero, vuelvo a insistir, si padecieron esos años de malestar, en el que el máximo representante del país se paseaba bajo palio por la gracia de Dios (o sea, por sus cojones, aunque sólo tuviera uno), la cinta se me antoja maniquea y falsa. Y, a pesar de lo que algunos puedan pensar, soy de aquellos que, en la actualidad, no entienden la posición de ETA. A no ser que, recurriendo a una frase de uno de los protagonistas de El Lobo (lo mejor de la misma, sin lugar a dudas), tomemos a la organización terrorista como un arma gubernamental más, y así evitar, con sus atroces acciones, que la izquierda se haga más fuerte en sus exigencias políticas, sociales y culturales.
Pues nada. Ahora, como dirían esos gallardos gladiadores antes de ser devorados en la arena por los leones, alea jacta est.
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