7.12.11

Tres en un diván

David Cronenberg en su último trabajo, y tal y como hizo dos décadas atrás con la insufrible M. Butterfly, ha optado por disfrazarse de autor y adentrarse en una historia que, basada en un episodio real de la vida de tres ilustres psiquiatras, da un repaso a los primeros pasos del psicoanálisis como medicina curativa a principios del siglo XX. En Un Método Peligroso, nos acerca a la turbulenta relación entre Carl Junk y Sabina Spielrein, una nueva paciente rusa que, con el paso de los años, se convertiría en una de las psicoanalistas más influyentes de Rusia; una relación ésta seguida muy de cerca por el llamado padre del psicoanálisis, Sigmund Freud.

Con este título, Cronenberg se aleja del espíritu de sus dos últimos y brillantes trabajos (Una Historia de Violencia y Promesas del Este) para regresar a una de las constantes más presentes en su filmografía: la enfermedad. Si bien antes se acercaba a ella de manera más física y purulenta, amén de psíquica y buscando en general una óptica cercana al gore, ahora se aproxima desde una vertiente más intelectual y menos agresiva visualmente hablando. En este caso, buscando mostrar el dolor espiritual y de la mente e involucrando a los personajes de Junk y Freud en el tratamiento de sus pacientes, en eso que ellos califican como la “transferencia”.

Hasta aquí todo funciona mínimamente bien. Es más, la cosa promete. El problema se localiza en la insoportable pedantería que se destila de cada una de sus aburridísimas escenas y en la forma excesivamente lineal (y plagada de elipsis temporales) con que se desarrolla todo su metraje. La correspondencia tortuosa y enfermiza que se establece entre Junk y la futura doctora Spielrein está plasmada sin ángel, de manera forzada y sin terminar de definir ese (por otra parte existente) traspaso mutuo de fantasmas personales. Además, en este apartado, en muy poco ayudan las interpretaciones de Michael Fassbender y Keira Knightley. El primero se acerca a la figura de Carl Junk de modo desaborido (el único registro que hasta el momento ha revelado el actor), mientras que ella aborda a Sabina Spielrein a través de un histrionismo ciertamente apabullante: sus exageradísimos movimientos de mandíbula, acompañados de tics corporales y cierto tartamudeo, me hicieron pensar en el mismísimo Alien antes de zamparse a una de sus víctimas.

Completando el triángulo y de forma más breve (por no decir episódica), se encuentra lo mejor de la tediosa función: la contención interpretativa de Viggo Mortensen en la piel de Sigmund Freud; contención que rompe con la vacuidad de Fassbender y con el desmadre de la Knightley, por no citar la presencia de un desmelenado Vincent Cassel, visto y no visto (y no por ello menos irritable), dando vida a un degenerado paciente de Junk al que transmite su parte más oscura.

Un triángulo de ideas y pensamientos que se cruzan y entrecruzan en medio de conversaciones nada apasionadas o mediante simples envíos de cartas. Una cinta que, por su tratamiento, se me antoja como de otro tiempo, desfasada, justo cuando se inventaron eso del “arte y ensayo”; ese cine que provocaba bostezos a diestro y a siniestro y sólo gustaba a los gafapastas de la época (o eso al menos aseguraban por aquello del qué dirán). Personalmente, me quedo con el Cronenberg más ponzoñoso de sus inicios y, ante todo, con el de sus dos últimos thrillers.

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