28.12.11

El sótano del miedo

Guillermo del Toro produce, escribe (en compañía de Matthew Robbins) y apadrina No Tengas Miedo a la Oscuridad, el remake de un viejo telefilm de los años 70 que supone, al mismo tiempo, el debut tras la cámara de Troy Nixey, un joven que, vistos los (poco originales) resultados obtenidos, se ha dejado llevar un tanto por los designios del realizador de El Laberinto del Fauno quien, en ciertos momentos y sin venir mucho a cuento, se autohomenajea a través del título referenciado, sobre todo en aquellas escenas en las que la niña protagonista visita el jardín (y el laberinto) de la vieja mansión en donde habita.

La película es mínima; tan mínima que uno sale del cine con la sensación de haber asistido a un visto y no visto, de aquellos que la memoria borra ipso facto del disco duro. Nada nuevo ofrece al género de terror y, mucho menos, al de casas encantadas y habitadas por monstruitos tocacojones. La historia plantea la existencia de un viejo caserón en cuyo sótano anida un grupo de minúsculas criaturas que se alimenta de dientes y huesos de niños pequeños. Y, ¡cómo no!, a esa residencia llegarán Alex y Kim, una pareja de restauradores acompañados de Sally, la hija del primero, una chiquilla conflictiva y solitaria marcada por el divorcio de sus padres quien, tras descubrir la existencia de los hambrientos seres, creerá haber encontrado en ellos a los amigos que nunca ha tenido.

Troy Nixey busca en todo momento dotar a la cinta de ese toque gótico que siempre ha prevalecido en el cine de Guillermo del Toro. Pero, a pesar de estar subliminalmente presente, nunca aparece por completo. Incapaz de crear una atmósfera tensa y terrorífica mediante su (pobre) guión, apuesta directamente por la truculencia, llenando su metraje de golpes de efecto, ante todo a través de su banda sonora. Y es que difícilmente pueda atemorizar mucho tratándose de una película en la que su desvalida niña protagonista, Bailee Madison (rara, rara, rara), resulta más inquietante que las criaturas que la acosan.

La verdad es que en muy poco ayudan a esbozar un clima mínimamente tormentoso el poco énfasis con que afrontan sus respectivos papeles Guy Pearce y Katie Holmes, el padre y la madrastra de la mozuela. Ni el uno ni la otra parecen moverse a gusto en sus roles, afrontando sus interpretaciones con una desgana absoluta, como si no creyeran ni un ápice en el cometido que les ha tocado representar.

Más de lo de siempre, aunque sin énfasis y con la rutinaria misión de cubrir el expediente. Suerte del (curioso) diseño de las criaturas fastidiosas, una mezcla entre roedor y ser humano en miniatura que, por derecho propio, se convierten en lo mejor de un producto destinado al olvido. No pierdan el tiempo.

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