Roman Polanski está en un momento creativo espléndido. Tras la contundencia de El Escritor regresa con la adaptación de Le Dieu du Carnage, la exitosa obra teatral de la francesa Yasmina Reza titulada en España Un Dios Salvaje. Escrita mano a mano entre Polanski y la autora en condiciones poco salubres mentalmente hablando (mientras el director permanecía en arresto domiciliario en Suiza), la cinta relata, en tiempo real, el encuentro de dos matrimonios en el apartamento de uno de ellos para hablar de la pelea callejera que ha enfrentado a sus dos hijos.
Lo que empieza como una visita cordial y afable, en donde la diplomacia priva por encima de todo, la cosa empezará a torcerse al salir a flote el lado más oscuro de cada uno de ellos. Las neuras personales y los rencores irán acumulándose a lo largo de 80 minutos. Las reglas del juego han terminado. Cada matrimonio se asocia y desasocia con su pareja según por donde sople el viento. En su dialéctica no hay aliados que valgan. El ego y la mala leche imperan en una trifulca en donde todos salen heridos psíquica y moralmente hablando.
Una comedia caustica y visceral tras la que se esconde una disección de las debilidades del ser humano. Un enfrentamiento que, a pesar de significar un drama tremendo, provoca las carcajadas del público y que, conteniendo diálogos espléndidos, se apoya principalmente en cuatro armas de gran envergadura: sus cuatro actores protagonistas. Ninguno de ellos hace sombra a los demás. Todos están en su lugar, manejando a sus conflictivos personajes a la perfección aunque, eso sí, siempre según los antojos de un Polanski en estado de gracia.
Jodie Foster y John C. Reilly forman el matrimonio cuyo hijo es la víctima del incidente; ella es una mujer intelectual comprometida con las causas sociales, mientras que él, un hombre más plano y totalmente dominado por ella, alardea de su profesionalidad como representante de productos de ferretería. En el otro bando se sitúan Kate Winslet y Christoph Waltz, los padres del atacante; ella es yuppie experta en temas fiscales y en teoría muy segura de su control, y él, un abogado elitista, engreído y siempre pendiente del móvil, que lleva entre manos la defensa de una empresa farmacéutica con un producto dañino en el mercado. Cuatro interpretaciones modélicas que, con sus subidas y bajadas de tono correspondientes, moldean con un rigor incontestable el mal rollo y el pésimo ambiente que se apodera del interior del domicilio neoyorquino de la primera pareja.
Polanski, un hombre en cuyo cine siempre ha dominado la sensación de claustrofobia (Repulsión, La Semilla del Diablo, El Quimérico Inquilino), se mueve como pez en el agua por las cuatro paredes que encierran al par de matrimonios en disputa y de las que, en claro homenaje a El Ángel Exterminador, no pueden huir por mucho que se lo propongan.
Un Dios Salvaje atrapa al espectador al igual que a sus cuatro únicos personajes, a pesar de que, por sus caracteres y acciones, resulte muy difícil simpatizar con alguno de ellos. Una mirada atroz y con un sentido del humor diabólico hacia una sociedad cansada y estresada. Un film totalmente recomendable del que es imposible renunciar.
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