
Dirigida un tanto desde la “clandestinidad” y montada desde su arresto domiciliario, El Escritor supone el reencuentro del cineasta con su cine más oscuro y cáustico. De hecho, centrándose en la construcción del personaje interpretado a la perfección por un magnífico Ewan McGregor (en su mejor actuación hasta el momento), la cinta entronca directamente con El Quimérico Inquilino, uno de sus trabajos más polémicos.

Un guión milimétrico -amparado en un sinfín de diálogos brillantes- y una puesta en escena escalofriantemente fantasmagórica (muy cercana a la que ya utilizara en su corrosiva La Muerte y la Docella) le otorgan un empaque al film que muy pocos productos actuales poseen. El Escritor rezuma, por todos sus poros, el sabor de ese tipo de cine que por desgracia ya no se estila. A pesar de su tiempo pausado (aunque en nada aburrido), la cinta, a cada frase de guión, avanza a pasos agigantados. La cantidad de información que vierte en la construcción del puzzle propuesto es ingente. Todo tiene su porqué; en su esqueleto nada suena a gratuito.
La conspiración y la conspiranoia. El miedo y el valor. Las guerras y los políticos. El crimen y la falsedad. Muchas son las lecturas que ofrece Roman Polanski en un film astuto capaz de disparar dardos envenenados al corazón de un país que se la tiene jurada. Y de propina, por si no tuviéramos suficiente con el regalo cinematográfico y temático ofrecido, obsequia al espectador con un Pierce Brosnan fuera de serie (totalmente creíble como político mentecato), un Tom Wilkinson en estado de gracia y con la delicatessen de poder disfrutar con la presencia (fugaz aunque intensa) de un entrañable Eli Wallach.
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