
Sin contar la patética versión animada (y libre) que hizo en su día la Disney, Oliver y Compañía, ni con otras versiones también olvidables, valdría la pena recordar que con anterioridad, dos cineastas de la talla de David Lean y Carol Reed dieron su propia visión sobre el libro. Y, en concreto, la de Reed, el Oliver musical, se basó en la estética y en el ambiente del film de Lean para bordar una obra maestra en toda regla.
Nunca entenderé el porqué Polanski ha decidido revisar el mismo libro, pues la meta de superar la película musical es casi imposible. Y, vistos los resultados, se ha quedado a medio camino. Con respecto a las anteriores, varía ciertos aspectos e introduce nuevos pasajes en la historia, siendo posiblemente hasta más respetuoso con el original literario. Tratándose de un director con fama de morbosillo, evita caer en la tentación de hacer un producto en exceso sombrío. Y eso tiene mucho valor, pues el hombre, con un material como el de Dickens entre sus manos, se podria haber ensañado mucho con las penurias del joven protaginista. Y, por suerte, en ese aspecto no se pasa en absoluto, aunque juega siempre al límite.

Consciente de que el referente firmado por Carol Reed estaba muy presente en toda una generación concreta (los que ahora pasamos de los cuarenta), ha optado por darle un tratamiento menos colorido a su fotografía. Tonos grisáceos y oscuros, tal y como hizo en su poco recordada Tess, intentan matizar más el drama del pequeño huérfano protagonista. Pero, muy a su pesar, a la película le falta alma. No tiene suficiente gancho; no acaba de atrapar al espectador. Y, aunque su final resulte muchísimo más duro que el de su antecedente, aquel transmitía mucho mejor la amargura reflejada en la obra de Dickens.

Es posible que ese distanciamiento existente entre la pantalla y el patio de butacas, aparte de la frialdad con que está relatada, sea debido también a la presencia de Barney Clark, el pequeño que da vida al huérfano, el cual, en muchos momentos, no está a la altura de la situación. De todos modos, en contrapartida, se encuentra un excelente Ben Kingsley quien, gracias a su metódica interpretación y a un cuidado maquillaje, resucita físicamente al personaje que representaran con igual fortuna Alec Guinness y un magistral Ron Moody, el avaro Fagin. Kingsley no tiene nada que envidiar a estos. Al contrario: no me extrañaría nada que, este año, consiguiera el Oscar a mejor actor secundario.

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