Hace tres temporadas, Emilio Martínez Lázaro me sorprendió con una comedia fresca y divertida, El Otro Lado de la Cama. Ese experimento cinematográfico (que, en realidad, bebía directamente de las fuentes del Woody Allen de Todos Dicen I Love You) tenía fuerza y dinamismo. La formula funcionó casi al cien por cien, a pesar de que su historia era poco original. Lios de pareja y adulterios eran la excusa para que el realizador organizase un musical desvergonzado y simpático en el que ciertas canciones populares de los años 80 cobraban un protagonismo especial.
Ahora, tras haberse convertido en uno de los productos más taquilleros del cine español, el realizador ha querido repetir la misma fórmula. Comedia, sexo, canciones y coreografía. Los Dos Lados de la Cama es su título. Ellos, los hombres, del primero al último, repiten su rol. De las chicas sólo queda una, María Esteve; las otras dos son nuevas en la plaza: Lucía Jiménez y Verónica Sánchez.
En esta ocasión, Javier (Ernesto Alterio) y Pedro (Guillermo Toledo) tienen nuevas compañeras sentimentales. El primero está a punto de contraer matrimonio con Marta (Verónica Sánchez), aunque ignora que ésta y Raquel (Lucía Jiménez), la novia de su amigo, comparten una afición en secreto: la bollería. Vaya, que las muchachas se entienden a la perfección en la cama.
El esquema argumental es parecido al de la primera, aunque abre nuevas fronteras en las relaciones de sus cuatro personajes principales. Los matrimonios gays están de moda y, a su manera, Emilio Martínez Lázaro intenta reivindicarlo. Pero todo queda muy forzado. Los chistes son los mismos, calcaditos que en El Otro Lado de la Cama, pero sin chispa (a pesar de haber algún que otro gag aislado). Reiterativa en todos los aspectos, aunque con la variación de la orientación sexual de sus protagonistas.
Y no sólo es repetitiva, pues la película se queda anquilosada a los cinco minutos de su inicio. Es fácil adivinar por donde irán los tiros. No sorprende en absoluto y se muestra Incapaz de ofrecer nada nuevo al espectador. Incluso los números musicales (mucho más sosos en esta entrega) están insertados en la acción de manera abrupta. El frescor del título original queda completamente diluido y, en el aspecto musical, sólo destaca un mínimo fragmento en el que Alberto San Juan canta un trocito del Gavilán o Paloma de Pablo Abraira.
Suerte de las interpretaciones del citado San Juan y de María Esteve. El primero lleva su personaje al límite, huyendo de cualquier tipo de histrionismo y potenciando al máximo sus dotes de comediante (genial las elocubraciones mentales de éste sobre las diferencias horarias entre la Península y Canarias), mientras que la hija de Pepa Flores (aka Marisol) le da una salsa especial al producto con la caricaturización de una chica parlanchina y plomiza.
Ernesto Alterio ni actúa; tan sólo se limita a poner esa cara de lelo a la que siempre recurre en sus últimos trabajos, al tiempo que Guillermo Toledo –con ese incansable afán por convertirse en el actor español más simpático de la actualidad- se decanta por sobreactuar hasta la saciedad. Ellas, las dos recién llegadas, se esfuerzan al máximo por sacar adelante sus respectivos papeles, consiguiéndolo con la ley del mínimo esfuerzo y con pocos riesgos. Y es que, en el fondo, tanto una como la otra, son el pretexto sexual para que el binomio Alterio/Toledo se convierta en el (cargante) centro de atención para el espectador, pues ellas dos acaban viendo reducidas sus intervenciones a la mínima expresión.
Una secuela innecesaria y falsa. Un puro artificio comercial que busca descaradamente volver a conseguir el mismo taquillaje del primer film, aunque para ello tengo que darle un pequeño de progresismo. Bueno... de progresismo de pacotilla.
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