30.11.07

Ustedes lo han querido: SUPERSONIC MAN

Como sigan solicitándome películas como Supersonic Man, tendré que cambiar el título de esta clásica sección por el más explícito de Ustedes Me La Han Metido. Tengan en cuenta que, a mis 48 tacos, empezando a peinar canas y con las neuronas tocadas por demasiadas imágenes acumulados con el paso del tiempo, es una soberana putada (con perdón) obligarme a soportar cosas como la del Piquer Simón..., a pesar de que algunos la clasifiquen (con cierta razón basurera) como la obra maestra de la psicotronía del mundo mundial.

He visto muchos Santos y Blue Demons y pensaba que, en este aspecto, ya estaba curado de espanto. Pero no. Supersonic Man se lleva la palma. Intentar ir más allá del Superman de Donner realizado un año antes, en el 78, tiene su delito, por mucho que, como decía otro día un lector de este blog, al del Piquer Simón se le mueva la capa al volar (lo de volar es un decir) mientras que al extinto Christopher Reeve se le mantenía preocupantemente tiesa (la capa again, claro está).

Supersonic Man toma las constantes del cine de superhéroes (enmascarados mejicanos incluidos) y las mezcla con una alta dosis sesentera al más puro estilo James Bond; aunque se trate de un Bond de estar por casa, en bata y zapatillas. El villano de la película, el Dr. Gulick, es como uno más de esos típicos enemigos de toda la vida del agente 007; un tío que está tocado de la chaveta y que, en sus delirios de grandeza, aparte de insultar y vilipendiar a sus esbirros más directos, pretende destruir la ciudad de Nueva York. El guión (si es que existe, que aún lo dudo) no deja muy claro el porqué. Debe ser, digo yo, porque sencillamente es un tipo malo de narices. Y nunca mejor dicho lo de “narices”. Si se fijan con atención en la peculiar y extraña forma de la protuberancia nasal del actor que da vida al tal Gulick (un Cameron Mitchell que debería pasar por horas muy bajas), descubrirán que esta es una napia única, tentadoramente sensual y juraría que sin precedentes similares (aunque la de Chicho Gordillo se le acercaba bastante). Un detalle anatómico soberano que, en definitiva, ha sido lo más atractivo (a mi gusto) del film. Les puedo asegurar que, en un momento dado, eché mano de la pausa y me tiré 15 minutos enganchado a la pantalla y, ante el asombro de mi sufrida esposa, loando la plástica nariz del Mitchell. Una nariz que, por cierto, le debería picar lo suyo puesto que no cesaba de tocarsela en todo el metraje.

La historia es una alucinada sin pies ni cabeza. Me explico. El susodicho Dr. Gulick (¿por qué siempre son doctores los más infames en estas películas?), con la ayuda de su particular ejército, ha ido rapiñando, en un tiempo record, todo tipo de materiales radioactivos para llevar a cabo su demoledor plan. Y, por si fuera poco con ello, también secuestra a José María Caffarel en persona (o sea, el Profesor Morgan), un científico de edad avanzada al que utiliza tan sólo para mostrarle sus insanas intenciones, recitarle pasajes de Shakespeare y humillarlo al tildarle, entre otros motivos, de “viejo tonto”, “idiota”, “imbécil” y “estúpido”. De hecho, la figura del pobre Caffarel (descanse en paz el buen hombre) no pinta nada de nada, pues el plan estaba tan “bien” trazado que su presencia era innecesaria. En realidad se trata de un puro artificio de guión (lo de guión sigue siendo un decir) para que entre en juego el gran y absoluto protagonista de Supersonic Man, un alienígena recién llegado a la Tierra y que, adoptando el cuerpo humano de un tal Kronos (una fotocopia perfecta de Manuel Campo Vidal), utilizará todos sus magnéticos poderes en la lucha contra el mal.

Lo que más tienta al tal Kronos es Patricia Morgan, la hija de Caffarel. Ésta, desamparada y temblorosa, se declara inquieta por el destino de su padre, al tiempo que –de nuevo sin ningún tipo de lógica- se ve acosada por las huestes de Gulick que se muestran empeñadas en raptarla a toda costa (o matarla, pues ello tampoco acaba de estar claro del todo). Pero, para salvaguardar a tan delicada mozuela de los envites del nasón, allí está Kronos, el marciano men llegado del espacio exterior y que, al grito de “¡la fuerza de las galaxias sea conmigo!”, se convierte en el todopoderoso Supersonic. Un esquijama rojo similar al de Superman, una larga capa azulada, un prieto taparrabos, unos botines y una máscara igualmente azulada y con cierto parecido a la de Batman, conforman su ropa de trabajo; el disfraz de superhéroe que le acompañará en las labores más arriesgadas. Entre sus poderes, que son numerosos y variopintos, se encuentra (¡cómo no!) el de la facultad de volar..., aunque siempre que alza el vuelo lo hace por delante de unas cantarinas transparencias de Nueva York y apoyado, de fondo, por un tema musical discotequero y machacón. Posiblemente, sin esa canción y sin las transparencias, nunca hubiera volado.


De forma curiosa, y teniendo en cuenta que Kronos jamás da a conocer su nombre artístico a nadie, Gulick y sus secuaces saben a la perfección que atiende por el de Supersonic. Y éste, ataviado con tan discreto y rojizo ropaje, ante sus enemigos hará alarde de un sinfín de proezas a cuál más cazurra. Levantar un tractorcillo con sus brazos; rebotar las balas disparadas por los adversarios con las palmas de las manos; derribar helicópteros de juguete o zafarse a soplidos de un robotijo lanzallamas, son sólo algunos de los insuperables trucos de un superhéroe que, por arte de birlibirloque, pierde su bigote en cada una de las ocasiones en las que implora el auxilio de las galaxias. O sea, de Manuel Campo Vidal (aka Kronos) pasa a convertirse en un nuevo Manuel Campo Vidal (aka Supersonic), depiladito, con máscara y luciendo músculo a través de su ajustado ropaje.

Un montaje apresurado y patatero; situaciones y diálogos dignos de una antología del disparate; maquetas a tutti plen para ser explosionadas cada dos por tres; decorados de puro cartón piedra; artefactos gigantescos y robots de hojalata de inexplicable diseño (que hacen ping y ring continuamente) y la imborrable colaboración de Javier de Campos dando vida a un vagabundo borracho (el elemento humorístico imprescindible en cualquier película seria que se precie), son detalles, todos ellos, que acaban de darle una personalidad única e irrepetible al film de Piquer Simón.


Malas lenguas dicen que Pilar Miró, tras el visionado de Supersonic Man, acuñó al instante la despectiva terminología de “película de fontaneros” para describir cierto tipo de productos. Acto seguido, con los pelos de punta por lo que había visto, se juró a sí misma que, cuando fuera Directora de RTVE, cambiaría radicalmente el sistema de subvenciones cinematográficas a determinados directores, situando a Piquer el número uno en su lista negra. A veces, como en este caso (jamás confirmado oficialmente pero tan cierto como que me llamo Spaulding), uno comprende el porqué de ciertas acciones políticas y económicas un tanto impopulares. Yo, de ella, habría actuado de igual modo.

Y mientras ello ocurría, en Estados Unidos, un tal Spike Lee, un tipo de color (negro), bajito y miope, se apropiaba de una técnica deslizante de rodaje de Supersonic Man; una técnica que luego utilizaría en todas sus películas. El del esquijama y un Caffarel desfallecido así lo atestiguan en la escena vía YouTube que cierra este post.

1 comentario:

Preste Juan dijo...

Ja,ja,ja ¡No tiene desperdicio!