2.4.07

Ustedes lo han querido: EL PORTERO

Nunca me he sentido cómodo con el cine de Gonzalo Suárez. Es más, en general, sus películas se me antojan plomizas, cargadas de un halo de pedantería y de segundas y terceras lecturas demasiado cargantes. La sobrevalorada Remando Al Viento, la incomprensible Don Juan en los Infiernos o la laberíntica e imposible El Detective y la Muerte, son buenos ejemplos del grado sumo de petulancia al que puede llegar un cineasta al que le cuesta distinguir entre su noble faceta de literato y sus incursiones tras la cámara. Seguramente, debido a esta desconfianza mía hacia el realizador, la propuesta de El Portero me sorprendió gratamente, por su extremada sencillez y, ante todo, por saber darle un giro ciertamente esperanzador a su carrera cinematográfica.

Es posible que la presencia del escritor Manuel Hidalgo, como co-guionista y adaptando su propio relato, le otorgara una frescura poco habitual en los trabajos de Gonzalo Suárez. Más próximo al cine de Berlanga que a su anterior filmografía, El Portero se mueve por derroteros corales y, al mismo tiempo –para sorpresa de propios y extraños-, rezumando un sentido del humor y una ternura que pocas veces se había visto antes en su cine, a no ser que retrocedamos hasta 1992, año en el que dirigió la fantochada de La Reina Anónima y en la que el hombre, sin descabalgar de su engreimiento, intentó una fallida aproximación al universo del Pedro Almodóvar de Mujeres al Borde de Un Ataque de Nervios.

El Portero está ambientada en España, concretamente en un pueblecito marítimo de Asturias en 1948, lugar al que llega Ramiro Forteza, un cancerbero del Real Madrid que, debido a la guerra, ha cambiado la Primera División por un trabajo mucho menos estresante: el de viajar, de aldea en aldea, para mostrar a los lugareños sus proezas ante una portería, al tiempo que reta a estos, en su espectáculo y a cambio de unas monedas, a que le batan metiéndole penaltis.

Corrían tiempos oscuros en España. Los maquis estaban escondidos en las montañas, mientras muchos de sus familiares convivían, en los pueblos cercanos, al lado de las fuerzas vivas. Una tensión palpable que sin embargo, tal y como muestra a la perfección el film, todos intentaban disimular. Una desagradable y falsa situación que Gonzalo Suárez aprovecha para retratar, con cierta sorna y un loable tono satírico, a ciertos personajes habituales del entorno, como ocurre con el entrañable párroco de la localidad (interpretado con mucho dinamismo por Roberto Álvarez), un sacerdote un tanto crápulilla y espabilado, o el Sargento Andrade (un genial Antonio Resines), el máximo exponente del destacamento de la Guardia Civil, el cual, repartiendo sus obsesiones entre dar caza a los maquis y pelotear al ex jugador del Real Madrid, no se dará cuenta de la cornamenta que su mujer le está poniendo con el mismísimo alcalde.


No sólo recurre a la comedia pues, a través de los ojos de su protagonista -ese portero ambulante al que da vida un siempre brillante Carmelo Gómez-, el espectador va desgranando las miserias y desgracias que ha dejado la Guerra Civil entre la población; una guerra que imprimió marcas imborrables en demasiadas personas, como ocurre con Manuela (una Maribel Verdú en su rol más típico), una mujer soltera, y madre de un hijo de color, que se siente repudiada por la mayor parte de los habitantes del lugar.

Su estructura narrativa es muy cercana a la del western de toda la vida: una pequeña aldea, un forastero recién llegado -al que no todos ven con buenos ojos- y que, en un momento dado, al igual que todos los héroes del género, tendrá que tomar partido al lado de uno de los dos bandos enfrentados. Y esa aproximación al western la hace de manera sutil, sin forzar en nada la situación, aunque ayudado de forma soberbia por la banda sonora de Carles Cases; una banda sonora cuyos acordes musicales recuerdan a centenares de películas emblemáticas, empezando por la mítica Raices Profundas, título con el que guarda ciertos paralelismos argumentales.

Esa España partida en dos, estigmatizada por la prepotencia de unos y la rabia de otros, queda perfectamente retratada en su segmento final. En él, sin tener que ampararse en subterfugios pseudointelectualoides ni en parábolas indescifrables, el director urde uno de los mejores y mayores cantos a la solidaridad que ha dado el cine español en la última década.

Un film inesperado, capaz de romper con la tónica habitual del cine de su autor y, al mismo tiempo, planteando un tema duro de nuestro pasado, de modo fresco y sin recurrir, para ello, a esa típica inflexión de tragedia con la que se suele envolver a este tipo de productos. Si a todo ello le añaden la cuidada fotografía de su propio hermano, Carlos Suárez, y la vibrante (e imprescindible) orquestación del citado Carles Cases, descubrirán en El Portero el mejor y menos pretencioso trabajo del abigarrado realizador.

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