Y es que, en Sopa de Ganso, los cómicos potenciaron al máximo esa anarquía latente de la que ya habían dado elevadas muestras en sus inmejorables trabajos anteriores; obras, por cierto, mucho más compactas (y erróneamente menos valoradas) que las que rodaron a partir de Una Noche En La Ópera, su producto más comercial y emblemático. El amor por lo políticamente incorrecto y el libertinaje más descarado asomó, al cien por cien, con este film. Un film, además, dotado de una clara lectura política; pero política de la buena: ácrata al cien por cien.
En el reducido y surrealista universo de los Marx –aquí repartido entre Freedonia y Sylvania (dos países imaginarios ideados por la cachonda mente de sus guionistas)– la desvergüenza y el gamberrismo son las primordiales normas de conducta, sobre todo si se tiene en cuenta que el gran Groucho, rebautizado para la ocasión como Rufus T. Firefly, se alza como el máximo gobernante de Freedonia, un pequeño enclave en el mundo cuya mayor parte de sus riquezas están en manos de una viuda, la señora Gloria Teasdale, una honrosa y sufrida Margaret Dumont en su tercera colaboración con el marxismo, tras haber participado en Los Cuatro Cocos y El Conflicto de los Marx (título, este último, en el que Groucho inmortalizara al aún hoy presente Capitán Jeffrey T. Spaulding).
Y como es lógico, el crápula y viperino T. Firefly se dedicará a seducir y a ofender, a partes iguales, a esa viuda que, en el fondo, ha sido la responsable de su subida al poder, mientras que desde el país vecino, Sylvania, el todoterreno Louis Calhern (en la piel del pérfido embajador Trentino), urdirá una estrategia para conseguir el amor y los tesoros de la Dumont y, al mismo tiempo, derrocar al gobierno grouchista. Las armas utilizadas por el deslenguado Groucho serán las mismas de siempre, aquellas que le han convertido en estandarte de los más cantamañanas del planeta: una oratoria atrevida, unos andares insolentes y una desfachatez maravillosa. Con ellas, resolverá (muy a su manera) cuantos problemas económicos, políticos y bélicos se le avecinen, incluidas las huracanadas presencias de sus dos hermanos, Chico y Harpo: o sea, Chicolini y Pinky, dos jetas capaces de venderse al mejor postor con la única y gratísima intención de amargarle la vida a éste.
Dejar sueltos a Chicolini y Pinky es lo mismo que liberar a un par de perros hambrientos y cargados de tripis. Cualquier cosa puede ocurrir, y más si le dan a Harpo la posibilidad de cargar con unas tijeras con las que ir podando cuanto encuentre a su alrededor. La astucia italoamericana y golfa de Chico Marx -ansioso por vencer con su charlatanería y sus trampas al mismísimo Groucho- y el terrorismo destructivo que desgranan las viciosas neuronas de Harpo, unidas, forman un peligroso arsenal de destrucción masiva. Nadie está a salvo de ellos. Ni el propio Rufus T. Firefly, quien, finalmente, cederá ante la grosera y desleal ayuda de sus hermanitos del alma. Suerte tenía Groucho, en el film, de la ayuda del devoto Zeppo, su hombre en la sombra, casi un tipo invisible y para el cual, Sopa de Ganso -por su poca consistencia como personaje, en ésta y otras películas anteriores-, significó su último trabajo para el mundo del cine y de los Marx.
En Sopa de Ganso no hay números musicales abusivos ni molestos. Como mucho, hay un par, y perfectamente integrados en la narración. Su desmelenada coreografía incluso sirve a Groucho para dar rienda suelta a sus estrambóticos instintos rítmicos. Un gozo sin antecedentes ver danzar, espasmódica y desmembradamente, a ese genio con gafas y bigote pintado. Sus bailes son tan precipitados y alocados como los últimos minutos del film, durante los cuales se exhibe la batalla más anacrónica, veloz y extravagante jamás filmada. Uno de los mejores mazazos cerebrales y destructivos a la irracionalidad de las guerras.
68 escasos minutos de proyección y un número incontable de momentos geniales y antológicos, entre los que destacan la escena del espejo (con un Groucho en camisón de dormir, y clonado, al otro lado del cristal, por un Harpo más mimético que nunca) y la de la lucha de Chicolini y Pinky cuando, defendiendo su carrito de cacahuetes, se ensañan con un pobre vendedor de limonada que les hace la competencia en asuntos comerciales callejeros. Inenarrable. Es imprescindible verlo para descubrir el arte de unos cómicos insuperables que supieron aunar, y conjugar a la perfección, el dominio del absurdo con los gags visuales y verbales. Por algo fueron los mejores.
Por suerte, y para alegrarme la tarde, pude revisarla ayer mismo. Curiosamente, justo el día en que José Luis Coll volvía a encontrarse con Tip; Tip y Coll, una pareja de cómicos que nunca negaron las influencias marxistas en su humor. De manera indudable, los hermanos Marx han sido (y serán) referente para muchas generaciones.
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