El viernes pasado se estrenó la nueva vuelta de tuerca sobre Hannibal Lecter, uno de los personajes ficticios que, a pesar de su maldad, se ha destacado por la gran popularidad alcanzada desde que Jonathan Demme realizara la estupenda El Silencio de los Corderos. Y es precisamente, por esa popularidad, que Hannibal, el Origen del Mal me parece una película totalmente innecesaria, ya que dedicar dos horas enteras a excusar la maldad de su protagonista es una verdadera estupidez. El pérfido Hannibal, por sí mismo, ya se ganó el favor y la simpatía del público desde el primer momento. O al menos, por lo que a mí respecta, obtuvo con rapidez un rinconcito en mi corazón sólo verlo, bajo el rostro de Anthony Hopkins, dialogando con Jodie Foster a través de un cristal blindado.
Hannibal, el Origen del Mal es una precuela, igual que El Dragón Rojo; pero una precuela que retrocede muchos años atrás, justo hasta la infancia de Hannibal Lecter, pues en el inicio del film, ambientado en una Europa del Este machacada por la Segunda Guerra Mundial, nuestro exquisito gourmet no era más que un menor de edad en pleno crecimiento. Un trauma psicológico y la preparación de una posterior venganza en su adolescencia (ocho años después de los hechos narrados al principio de la cinta), serán los principales puntos de apoyo de la película de Peter Webber, el realizador de la anodina La Joven de la Perla.
La morbosidad que podría causar en el espectador los antecedentes de Hannibal Lecter, es una de las cuestiones fundamentales por las que se ha realizado este producto. Pero todo en él resulta tan plano que, a los pocos minutos de proyección, es fácil adivinar las pocas sorpresas que ofrece esta nueva visión del personaje. Sus cuatro líneas de diálogo, aparte de repetitivas, son de lo más básico que se puedan imaginar. En el fondo, una silent movie hubiera resultado mucho más efectiva para las simples pretensiones de Webber. Todo cuanto ocurre en pantalla se me antoja de perogrullo, a excepción de un par de escenas, de alta tensión, que sin duda provocarán las delicias del público más gore, tales como el asesinato de un obeso carnicero mediante una afilada katana, o un degüelle realizado con la ayuda de un árbol y un caballo.
Por otra parte, también ha desaparecido esa elegante entidad que otorgaba Anthony Hopkins al inteligente devorador, ya que el joven Gaspard Ulliel no lo consigue en absoluto, ni física ni interpretativamente hablando. Es más, la presencia en pantalla del actor francés, debido a sus facciones, me ha remitido constantemente a ese pelmazo Neng que lanzó a la fama Andrés Buenafuente a través de su exitoso programa de medianoche.
De todos modos, y al igual que sucedía con El Dragón Rojo, este es un título vacío de contenido, incapaz de aportar algo novedoso a la saga. Se trata de un producto realizado, con todo el descaro del mundo, para sacar un poco más de rentabilidad a un personaje que ya fue explotado al máximo (y con más sobriedad) por el oscarizado film de Demme y su posterior secuela, ese Hannibal de Ridley Scott que, en el fondo, ofreció una lectura totalmente distinta a la de El Silencio de los Corderos, sobretodo por la sutileza maligna con la que afrontó su negrísimo sentido del humor.
Por cierto, ese olvidado Hunter de Michael Mann, pésimamente estrenado y anterior al título de Demme, bien merecería una revisión inmediata por dos razones muy concretas: por ser el primero en llevar a Hannibal Lecter a la gran pantalla y por lograr una adaptación de El Dragón Rojo mucho más atractiva que la de Brett Ratner en el 2002. Y, por si fuera poco, con un incipiente William Petersen (aka Gil Grissom) como protagonista.
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