

La morbosidad que podría causar en el espectador los antecedentes de Hannibal Lecter, es una de las cuestiones fundamentales por las que se ha realizado este producto. Pero todo en él resulta tan plano que, a los pocos minutos de proyección, es fácil adivinar las pocas sorpresas que ofrece esta nueva visión del personaje. Sus cuatro líneas de diálogo, aparte de repetitivas, son de lo más básico que se puedan imaginar. En el fondo, una silent movie hubiera resultado mucho más efectiva para las simples pretensiones de Webber. Todo cuanto ocurre en pantalla se me antoja de perogrullo, a excepción de un par de escenas, de alta tensión, que sin duda provocarán las delicias del público más gore, tales como el asesinato de un obeso carnicero mediante una afilada katana, o un degüelle realizado con la ayuda de un árbol y un caballo.


De todos modos, y al igual que sucedía con El Dragón Rojo, este es un título vacío de contenido, incapaz de aportar algo novedoso a la saga. Se trata de un producto realizado, con todo el descaro del mundo, para sacar un poco más de rentabilidad a un personaje que ya fue explotado al máximo (y con más sobriedad) por el oscarizado film de Demme y su posterior secuela, ese Hannibal de Ridley Scott que, en el fondo, ofreció una lectura totalmente distinta a la de El Silencio de los Corderos, sobretodo por la sutileza maligna con la que afrontó su negrísimo sentido del humor.
Por cierto, ese olvidado Hunter de Michael Mann, pésimamente estrenado y anterior al título de Demme, bien merecería una revisión inmediata por dos razones muy concretas: por ser el primero en llevar a Hannibal Lecter a la gran pantalla y por lograr una adaptación de El Dragón Rojo mucho más atractiva que la de Brett Ratner en el 2002. Y, por si fuera poco, con un incipiente William Petersen (aka Gil Grissom) como protagonista.
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