27.9.06
Un desordenado cajón de sastre
Una Casa en el Fin del Mundo significa la aburrida ópera prima de un tal Michael Mayer. Estrenada con dos años de retraso, es el típico producto que llega a las salas españolas por el mero reclamo del nombre de uno de sus actores, en este caso el de Colin Farrell; un Farrell, por cierto, totalmente sobreactuado y recién salido del horripilante SWAT, Los Hombres de Harrelson. ¿Qué le han encontrada a este chico para que le den tantos papeles?
La película, que se inicia a finales de los años 60 y termina en la década de los 80, se centra en la amistad de una atípica pareja de muchachos a los que acabará uniéndose, con el paso de los años, una chica de tendencias hippies. Entre los tres nacerá una extraña relación, llena de sentimientos opuestos que, según sople el viento, les irá acercando o distanciando más entre ellos.
La cinta navega, de manera tediosa, entre el melodrama y la comedia, sin encontrar en ninguno de los dos géneros el lugar definitivo en el que apoyarse. Las relaciones triangulares, el SIDA, la homosexualidad, la bisexualidad, el liberalismo sexual, los porros, la muerte y la soledad, entre otros, son sólo algunos de los muchos y variopintos temas sobre los que pretende hacer cátedra. Pero como bien dicen, quien mucho abarca poco aprieta. Y es que, en poco más de hora y media, no se puede hablar de tantas cuestiones distintas sin denotar cierta dispersión argumental.
Si algún mérito tiene el innecesario film de Mayer se encuentra en la presencia, siempre de agradecer, de Sissy Spaceck (a pesar de que últimamente, haciendo de madre, sale hasta en la sopa) y de Robin Wright Penn, una mujer que con su madurez está ganando muchos enteros en calidad interpretativa. Lástima, de todos modos, que su personaje esté pésimamente descrito. Ello es culpa de un guión inmaduro, que se centra en exceso en los roles de los dos amigos masculinos (Farrell y un efectivo Dallas Roberts) y olvida en un rincón el de ella, utilizándola tan sólo como elemento desestabilizador de una amistad fomentada desde la adolescencia. Lo único que en realidad consigue con esa disparidad de criterios es que, en ciertos pasajes, no se entiendan algunas de las reacciones (que no voy a desvelar) de su personaje.
Hace ya unos cuantos años, en el 81, Arthur Penn realizó Georgia, un film de coordenadas similares y al que, a buen seguro, le han dado algún que otro repaso los responsables de Una Casa en el Fin del Mundo. La diferencia estriba en que el título de Penn, aparte de suponer un excelente retrato de los años sesenta amparado en un buen guión, jugaba a la perfección entre el drama, la comedia e incluso la tragedia, mientras que el trabajo del debutante Michael Mayer se queda en un frustrante quiero y no puedo cargado de buenas intenciones.
Un gigantesco cajón de sastre, totalmente caótico, en el que se apuntan cantidad de cuestiones heterogéneas para después no desarrollar, mínimamente, ninguna de ellas. Y lo peor de todo es que, muy a menudo, Colin Farrell, a modo de títere, asoma la cabeza por él y nos obsequia con numerosas muecas de su repertorio interpretativo.
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