Su fama de película maldita y de film de culto me decidieron a darle un vistazo. Y he de reconocer que me sorprendió de grata manera. El Hombre de Mimbre es un producto visceral, ácido y morboso; muy morboso. Y altamente original en su puesta en escena y en el modo de plasmar en pantalla todo cuanto acontece. Resulta muy difícil inscribir la película de Robin Hardy y Anthony Shaffer dentro de un género en concreto, pues ésta posee un poco de todo. Digamos que, en definitiva, se trata de un thriller con connotaciones de cine fantástico, con un mucho de melodrama y con una alta dosis de sexo y fanatismo religioso. Y, por si esto fuera poco, también se trata de un musical; un musical folk, de los de ámbito rural, pero un musical al fin y al cabo. No es de extrañar que, bajo esa agrupación tan variopinta de estilos, con el paso de los años se haya convertido en un verdadero film de culto. Pero en un Film de Culto con letras mayúsculas y bordadas en oro, puesto que no tiene desperdicio alguno.
Asimismo, debido a las numerosas mutilaciones que en su día sufrió por culpa de la censura y la moral imperante, también se trata de un film maldito. De hecho, durante mucho tiempo, circuló una copia de metraje inferior, en la que se eliminó por completo la descripción inicial del personaje protagonista, el del sargento Howie, un pudoroso policía, interpretado por un excelente Edward Woodward, que se verá inmerso en una investigación que le descubrirá mundos nunca imaginados por su mente conservadora. Años más tarde, el propio director remontó la película tal cual la había imaginado en un principio aunque, según cuentan, algunos fragmentos en concreto quedaron perdidos para siempre, tal y como ocurre con parte de la escena del baño entre Woodward e Ingrid Pitt.
El Hombre de Mimbre transcurre en Summerisle, una remota isla escocesa a la que acude el citado sargento tras haber sido alertado de la posible desaparición de una niña. Al llegar al lugar no será muy bien recibido por sus habitantes, quienes además le asegurarán desconocer la existencia de la pequeña, al igual que jura y perjura lo mismo su posible madre. Alojado en el único hostal de la isla, descubrirá ciertos aspectos de sus moradores que le harán tambalear en su integridad física y espiritual. Él es un hombre de claros valores morales y vinculado directamente con la iglesia católica por lo cual, el desmesurado culto a los dioses paganos que muestran los isleños, le sentará como una patada en los testículos. Al mismo tiempo, su alta represión sexual se convertirá en un verdadero tormento al tener que resistirse, cada noche, a las provocativas insinuaciones que le lanza su atractiva vecina de habitación, Willow, la hija del posadero; una joven tentadora a la que, por cierto y de manera más que espléndida, daba vida la rubia Britt Ekland.
Ciertas actuaciones corales -como las de ofrecer a menores de edad a una teórica diosa del sexo para proceder a su desvirgación-, y algún que otro comentario, fuera de lugar, por parte de los interrogados durante su investigación, harán que el hombre empiece a abrigar la insana sospecha de que la niña pueda haber sido secuestrada para ser utilizada, posteriormente, en un sacrificio humano al servicio de algún rito pagano.
No les desvelo más de su argumento, pues la historia tiene tela. Mucha tela. Y en todos los sentidos. Sus números musicales son de lo más rural que puedan tirarse en cara. ¡El folk y el paganismo al poder! Los aldeanos, a la menor ocasión, se ponen a cantar para celebrar todo tipo de sucesos: en la taberna, corean las veleidades de la putita Willow, al tiempo que ésta erotiza al personal; mientras, en la escuela, un maestro entona baladas sexuales escritas para deleite de los lugareños más canijos. Y allí, dominando la isla de cabo a rabo, está él, el Señor de la Isla, Lord Summerisle, el único e incomparable Christopher Lee tocado por una melena desorbitada: un tipo con clase (aunque con cierto aire de hippie), cínico y terrorífico al mismo tiempo, que vela (al precio que sea) para que la tierra siga pariendo suculentos manjares con los que alimentar a su gente.
A pesar de la presencia del actor inglés y de dos suculentas damas como Ingrid Pitt y Daniele Cilento, no se trata de ningún producto Hammer o Amicus. El Hombre de Mimbre está muy lejos de la estética de esas dos pequeñas (pero gigantescas) productoras. La British Lion fue la encargada de su producción; una producción atípica, arriesgada y totalmente efectiva. Puro deliro folk, o rural... o como quieran llamarlo. Aparte de la cruenta descripción de algunos ritos paganos -en los que el fuego, la paja y el mimbre cobran un protagonismo especial-, la cinta nos ofrece una meticulosa descripción del vesánico y ancestral modo de vida en Summerisle, un paraje ficticio que, sin embargo, podría haber existido en realidad.
Misterio, suspense, terror, religión por un tubo, la idealización de la muerte y coreografías variadas. Todo en un mismo pack y por el mismo precio. ¿Quién da más? Un film único, a recuperar antes de que se estrene su remake. Neil LaBute, con tal referente, tiene una meta difícil. O, al menos, tengo claro que jamás podrá superar la escena en la que una desnuda Britt Ekland, baila y se palmea las nalgas para llamar la atención de su inquieto y atormentado vecino de habitación. La tentación, en este caso, no vive arriba: vive al lado. Como muestra, un botón: o sea y para que la disfruten al máximo, les dejo la escena íntegra en el siguiente YouTube (a pesar de que, malas lenguas, aseguran que se recurrió a un doble cuerpo debido al embarazo de la actriz).
(Este clip ha sido censurado por la gente de YouTube)
¿Ustedes que harían? ¿Seguirían en cama, temblorosos como el sargento Howie, o acudirían en ayuda de tal llamada de auxilio? Yo, al menos, lo tengo clarísimo...
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