Ahora vuelve al ataque con Cineastas En Acción, la ya anunciada continuación del citado documental. En él, Benpar sigue insistiendo en el mismo tema: la violencia de género (cinematográfica) vuelve a estar en la picota. Poca cosa nueva ofrece al espectador con respecto al título anterior, con lo que, a pesar de sus muy buenas y loables intenciones, no deja de ser un producto un tanto reiterativo, pues incluso recurre a algunos ejemplos visuales ya utilizados en la primera entrega. En definitiva, se trata de un irregular aunque estimable complemento dirigido, sin lugar a dudas, a los cinéfilos de pro.
Stay Alive es una nueva e innecesaria vuelta de tuerca sobre un tema en exceso recurrente en el cine de los últimos años: los vídeo-juegos como arma letal. En este caso, todos aquellos que jueguen una partida de Stay Alive, y mueran durante ella, serán asesinados en la vida real de la misma manera que su personaje virtual. Lo de siempre: un grupo de teenagers inaguantables empezará a sufrir los terribles efectos de la partida. Ahorcamientos, cuellos degollados, atropellos y cuerpos cosidos a tijeretazos, son el plato teóricamente fuerte de la función. El típico y tópico catálogo de muertes variopintas en este tipo de productos.
La película tiene un aspecto de telefilme barato que tumba de espaldas. Su realizador, un tal William Brent Bell -un tipo procedente del mundo del maquillaje cinematográfico-, demuestra su incapacidad total para crear un mínimo de tensión. Por el contrario, manifiesta una facilidad increíble para perder todo tipo de coherencia argumental a medida que se acerca el final de su película. Originalidad, cero. Interpretación, nula. Terror, inexistente. Apaga y vámonos.
Los transexuales están de moda en el cine. La semana pasada les hablaba de la más que correcta Desayuno en Plutón; ahora le toca el turno a Kynky Boots (Pisando Fuerte) , una agradable comedia que, basada en un caso real, nos muestra la manera en que un joven empresario, temiendo que su negocio entre en bancarrota, decide reconvertir la fábrica de zapatos masculinos -heredada de su padre-, en una fábrica de botas de tacones destinadas a travestis, transexuales y drag queens.
Típico producto británico, muy en la línea de Full Monty y títulos similares, aunque con menos salsa y unos quince minutos finales demasiados edulcorados y sensibleros. Su realizador, Julian Jarrold, aprovecha la presencia de un travesti en una tranquila población inglesa, para mostrar los contrastes culturales e ideológicos existentes entre los habitantes de una pequeña comunidad rural y los de una gran ciudad, como Londres. Lo mejor del film estriba, precisamente, en esas diferencias. Para ello, se centra, ante todo, en retratar el impacto sufrido por los conservadores trabajadores de una empresa zapatera de Northampton al tener, como nuevo compañero laboral, a un travestido, el cual ha sido contratado en el lugar para diseñar un modelo especial de calzado: unas botas, con tacones muy resistentes, para que puedan soportar el peso de sus transgresores usuarios.
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