Después de haberme tomado un día de merecido descanso, vuelvo a la carga con fuerzas renovadas pues ésta, sin lugar a dudas, será una semana dura cinematográficamente hablando, ya que tengo un par de estrenos pendientes para ver y colgar en la página.
Mientras, y a modo de aperitivo, retomo la sección Ustedes Lo Han Querido que, por cierto, la semana pasada no se llegó a publicar. La razón de este retraso se debe a que la película que tocaba, Viridiana, no me apetecía mucho volver a verla. Y es que, la verdad, no guardaba un buen recuerdo de cuando me enfrenté a ella, por primera vez, en la época en la que se anuló la prohibición de ser proyectada en España. Al fin, esta tarde, he decidido hacer un acto de constricción y repasar el DVD.
En primer lugar quiero dejar claro que siempre he respetado a Buñuel, tanto en su aspecto humano como en su vertiente intelectual. El surrealismo que rezuman la mayoría de sus cintas es digno de encomio. Se trataba de un personaje único e intrépido, con las ideas muy claras y que con su particular cine, en esos años, abrió las fronteras internacionales a nuestra cinematografía patria. Y es que el hijo de Calanda era grande, muy grande.
Entre sus películas hay joyas deslumbrantes y originales y también, porque negarlo, tiene algún que otro tostón, plagado de coartadas políticas, religiosas y anticlericales que, en su tiempo, llegaron a cautivar a la progresía del lugar, más por su valentía que por su valor cinéfilo. Indiscutiblemente, uno de ellas es Viridiana, el film que ahora nos ocupa.
Éste narra la historia de Viridiana, una novicia que abandona su convento para pasar unos días en la mansión de su tío, un hombre ya mayor que vio morir a su mujer durante la noche de bodas. Entre Viridiana y éste se creará una extraña relación, la cual tendrá su punto culminante cuando ella, para satisfacer a su morboso familiar, tenga que enfundarse el vestido de novia de su difunta tía.
Viridiana es Silvia Pinal, una actriz mejicana que ya había trabajado varias veces con Buñuel y que, en esta ocasión, se convierte en la mejor oferta de la película, pues su interpretación es lo mejor de la misma. La contención de esa chica, en todos los aspectos, hace que el trabajo de un forzado Fernando Rey quede totalmente apagado, haciendo así muy poco creíble a su funesto personaje, el de Don Jaime, el tío de la novicia, un hombre solitario y adusto, entregado a los placeres fetichistas y con tendencias necrófilas. Paco Rabal, el tercero en discordia y en la piel del hijo putativo de Don Jaime, cumple con su cometido. Y es que Rabal siempre estaba bien en todas partes.
A pesar de que el maestro negó, a lo largo de su carrera, el utilizar el lenguaje subliminal y las escenas con doble sentido, en Viridiana echa mano de todo ello como arma narrativa, olvidando un tanto su celebrado y absurdo sentido del humor. Es una película árida. Arida y aburrida. Alarmantemente somnolienta. Apuesta por su habitual crítica religiosa y sociopolítica. La penitencia, la miseria y el capitalismo entran a saco en el juego. Cada personaje tiene su rol concreto y tras cada uno de ellos se esconden ciertas instituciones.
Pero el problema más grave de Viridiana es que, en realidad, casi no cuenta nada. Su ritmo es lento. Su guión se antoja reiterativo, sin garra alguna. Tal cual. Empieza y acaba, pero a lo alrgo de su metraje ocurren muy pocas cosas. Eso sí, apunta hacia muchas direcciones, pero se queda en agua de borrajas. Parece que su mínima trama quiere arrancar de un momento a otro, pero ello no ocurre nunca. Y eso les aseguro que agobia. Al menos a mí.
Suerte, de todos modos, de la presencia ingeniosa de un grupo de mendigos, hospedados en el corral de la mansión de Don Jaime por una Viridiana con ínfulas de protectora de desvalidos. Un peculiar clan de indigentes que ya habría querido para su cine Berlanga y Azcona. No tienen desperdicio. Entre ellos se pueden apreciar a añorados especímenes (algunos ya desaparecidos) como la gran Lola Gaos, María Isbert y Joaquín Roa. Además, esos seres harapientos son los protagonistas, únicos y absolutos, de la escena que provocó la ira del gobierno franquista y de la iglesia española. Maese Buñuel, a través de esos tipos, totalmente borrachos y desmadrados, urdió la misma composición escénica de La Santa Cena de Da Vinci. Un detalle francamente divertido que sirvió, en el fondo, para inmortalizar uno de los títulos más sobrevalorados de su realizador.
Un detalle final. Si en alguna ocasión vuelven a ver Viridiana, fíjense en la pequeña que interpreta a Rita, la hija de la criada de Don Jaime, Ramona (Margarita Lozano). Se trata de una jovencísima Teresa Rabal, acreditada para el film con el nombre de Teresita Rabal. El tráfico de influencias también lo practicaban los más radicales.
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