29.8.05

El hombre invisible

Lasse Hallström es un director sueco que, desde hace varios años, rueda la mayor parte de sus películas en Estados Unidos. Todo empezó a raíz del éxito que obtuvo, en 1985, con Mi Vida Como Un Perro, un film que, tres años después, fue merecidamente nominado al Oscar a mejor director y mejor guión adaptado, premios que acabaron consiguiendo Bernardo Bertolucci (director y guionista) y Mark People por El Último Emperador.

Entre los méritos cinematográficos de Hallström se encuentran, en medio de una filmografía un tanto irregular, la citada Mi Vida Como Un Perro, Chocolat y Las Normas de la Casa de la Sidra. A estas añadiría, sin lugar a dudas, Atando Cabos, un film que no vi en su estreno y que tenía olvidado por una de mis estanterías esperando el día adecuado para visonarlo.

Ayer, finalmente, descubrí que Atando Cabos se trata de un producto espléndido. Un melodrama de aquí te espero. Duro, crudo y triste. Muy triste. Aunque con un mérito especial que pocos realizadores consiguen cuando se enfrentan al género directamente. En momento alguno se dedica a buscar la lágrima del espectador. Rehuye el tono lacrimógeno cuando, con los temas que toca, hubiera sido el camino más fácil.

La cinta narra la oscura y pesarosa vida de un hombre afligido al que la vida no ha tratado nada bien. Marcado de pequeño por un padre intolerante y demasiado exigente, llegará a la cuarentena de manera un tanto gris. Un ser casi invisible para los demás que, empleado en los talleres de un periódico neoyorquino, creerá encontrar a su media naranja en Petal, una mujer atractiva y un tanto crápula, con la que acabará contrayendo matrimonio y teniendo una hija. El mismo día en que sus ancianos padres deciden dejar este mundo a través del suicidio, su mujer también morirá en un accidente automovilístico. Roto y desconsolado, en compañía de su hija y una pariente cercana, decidirá dejar Nueva York y hurgar en sus raices. Un pequeño pueblo costero y pescador de Terranova, Killick-Claw, le descubrirá sus fantasmas y sus orígenes.

Kevin Spacey es Quoyle, el ser destrozado e indefenso que debe huir de su realidad cotidiana. Una interpretación perfecta y moderada que moldea, sin artificios, a un personaje al borde del abismo y que, a pesar de sus numerosos problemas en su nueva ubicación, intentará superarlos poco a poco. Difícil meta en la que será ayudado, muy de cerca, por una viuda del lugar, la propietaria de una pequeña escuela rural.

Amparando maravillosamente a Spacey, se encuentra un grupo de actores insuperables, a cual mejor: Julianne Moore, Judi Dench, Cate Blanchett, Scott Glenn y Pete Postletwaite. ¿Alguien da más? Sólo por ellos, por esa sobriedad con la que afrontan sus respectivos papeles, vale la pena darle un repaso a esta cinta.

Atando Cabos es un film sobre la superación personal. Habla de la incapacidad para comunicarse; de la dificultad para expresar los sentimientos más íntimos. Y, al mismo tiempo, plantea la manera de eliminar traumas de un pasado demasiado reciente y conseguir salir ileso con la experiencia. Y, por sorprendente que parezca, sin verter en su narración moralina alguna, a pesar de las desgracias que rodean a Quoyle y a su atormentada hija. No sólo buscará apaciguar sus pesadillas, sino que, tal y como índica el título español de la película, irá ligando ancestrales historias familiares que, en parte, le confirmarán su insegura personalidad.

Killick-Claw es un pueblo lleno de secretos y recelos, del que el propio Quoyle acabará convirtiéndose en el principal cronista de esa sociedad. Un lugar frío y húmedo; nebuloso y espeso, pero al que Hallström acaba convirtiendo en un paraje entrañable. En él, todos sus habitantes guardan algún secreto en su corazón. Y, del primero al último, temen y respetan el mar. Un mar al que adoran y aman, a pesar de sus mortales jugarretas y de haberse llevado la vida de muchos de sus vecinos.

La historia es áspera. Tanto infortunio podría resultar anímicamente desgarrador. Es por ello que, en su narración, no se descarta cierto sentido del humor. Un humor un tanto cínico y, a veces macabro. Pero suaviza el dolor. Y eso siempre es bueno.

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