3.8.05

Ustedes lo han querido: LUNAS DE HIEL

Después de dirigir la magistral Chinatown, Roman Polanski tuvo un considerable bajón en su irregular carrera, siendo quizás la etapa menos inspirada de su filmografía. El Quimérico Inquilino, Tess, Piratas y Frenético son un buen ejemplo de ello. Cuatro films dispares y de diferentes intenciones aunque, todos ellos, ligados por un nexo en común: el de la desidia y la falta de inspiración. Es por ello que, con Lunas de Hiel, el realizador volvió a retomar el buen rumbo.

Lunas de Hiel, en parte, se acerca más al espíritu de Repulsión y de la apelmazada El Quimérico Inquilino que al resto de sus productos. Al igual que en estos, relata la degradación física y psiquica de sus protagonistas. Hurga en los rincones más oscuros de cada uno de ellos. Y lo hace de manera fría, casi distante, sin acercarse demasiado a sus personajes. Diseccionando sus caracteres a través de un fino y afilado bisturí, deja que sangren con sus profundos cortes de cirujano voyeur y, al mismo tiempo, anula toda posibilidad de rescatarlos de su eminente caída al pozo más oscuro. Polanski no siente ningún tipo de pudor por abandonar a su propia suerte a unos personajers empeñados en no dejar cicatrizar sus heridas.

Todo transcurre en un trasatlántico de lujo, durante un crucero de placer. Allí convergen un par de parejas. Por un lado Nigel y Fiona, dos jóvenes consortes que celebran sus siete años de convivencia y, por el otro, Oscar y Mimí, un inválido y su atractiva mujer, que malviven a través de una relación al límite en muchos aspectos. Entre los dos matrimonios nacerá una extraña conexión, creada a partir del deseo sexual que Nigel siente por Mimí. Su cuerpo redondo y sus tentadoras carnes despertarán la envidia de su esposa, Fiona, la cual acabará buscando refugio en la soledad de su camarotem, mientras su marido, incitado por el propio Oscar, intentará aproximarse cada vez más a la cautivadora presencia carnal. En su perverso juego, el maquiavélico Oscar, aposentado en su silla de ruedas, optará por contarle su vida en común con el oscuro objeto del deseo del atolondrado Nigel.

A partir de este punto, Polanski entra en una controlada y explícita espiral de flash-backs relativos a la convivencia de esos dos amantes. Por su parte, el estupefacto Nigel se convierte en la figura del espectador, atento desde la platea a los juegos sexuales y amorosos de Oscar y Mimí y, ante todo, a la degradación de ambos en su particular dependencia. El masoquismo empieza a aparecer en las vidas de estos. Su afable unión acabará transformándose en un infierno conyugal, lo cual no supone ninguna sorpresa, pues el film lo deja bien claro desde que, por primera vez, presenta a esos dos seres. Peter Coyote es Oscar, un escritor norteamericano afincado en París y Emmanuelle Seigner, Mimí, una exuberante camarera de un restaurante de la ciudad. Sin lugar a dudas, se trata de una de las mejores interpretaciones de Coyote, mientras que Seigner, a pesar de su poca valía como actriz, acaba dando el pego como hembra excitante; ese tipo de mujeres que, desde siempre, ha retratado a la perfección, con sus dibujos, Oscar Nebreda.

Hugh Grant, gracias a su sosería innata, logra convertir al inseguro y timorato Nigel en un personaje totalmente creíble, mientras que la siempre eficaz Kristin Scott Thomas resuelve a la perfección el rol de mujer insatisfecha y no atendida por su compañero. Mientras éste anda empecinado en conseguir a la sensual esposa del literato minusválido, Scott Thomas, dando vida a la abandonada Fiona, se desmarcará a medias de la historia mediante un arrebato de nervios en los que los celos serán su principal protagonista. Ambos son británicos y, como tales, actúan en sus respectivos posicionamientos. La dignidad y la entereza siempre por delante.

Y por encima de ellos está la novela de Pascal Bruckner y, ante todo, el fantástico guión adaptado por el gran Gérard Brach, un habitual de Polanski desde que éste dirigiera Repulsión. La historia es negra; muy negra. Dura y cruda, sin concesiones. Pero, aparte, sabe administrar pequeñas gotas de humor negro que hacen más llevadera su proyección. Tanta mala leche y cinismo vuelca en su singular sentido del humor que, por momentos, la hiriente relación establecida entre Oscar y Mimí parece una transposición, en personajes de carne y hueso, de los cartoons protagonizados por El Coyote y El Correcaminos. Ciertamente sublime. Y es que no hay mejor manera de plasmar los pasajes más arrebatados que haciéndolo mediante un poco de chispa. Aunque ésta sea sardónica, abrasiva y vitriólica.

Incluso, y sin que sirva de precedente, la banda sonora de Vangelis resulta espléndida y bonita. Casi, casi, un milagro tratándose de quien se trata. Pero la verdad es que, en esta ocasión, su partitura musical acompaña perfectamente las neuras y desidias de los cuatro personajes protagonistas, embarcados todos ellos en un crucero con muy pocas esperanzas. Un naufragio moral asegurado al cien por cien.

Un film interesante, amargo como la hiel de su título que, sin embargo, en su estreno no tuvo el respaldo popular merecido. Una injusticia como cualquier otra. Si usted no la ha visto, es el momento de pillarla en DVD y darle un vistazo. Seguramente no se arrepentirá.

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