Con Hanna Arendt, la cineasta berlinesa Margarethe
von Trotta plasma un periodo de cuatro años, de 1961 a 1965, en los que la
prestigiosa escritora y filósofa judía Hannah Arendt, desde su exilio en
Nueva York huyendo del terror nazi, cubrió y posteriormente opinó, de forma muy
personal y controvertida, sobre el juicio llevado a cabo en Jerusalén a Adolf
Eichmann, oficial del ejército alemán y uno de los máximos responsables de los
campos de exterminio quien, tras ser detenido en Buenos Aires, fue trasladado a
Israel para ser acusado de crímenes de guerra.
Un tema interesante que, ante todo, brilla por el
excelente trabajo de Barbara Sukowa, la actriz que da vida a la librepensadora
protagonista y que, como su título indica, se convierte en el eje principal del
film. De hecho, más que un análisis sobre el sanguinario Eichmann (no interpretado
por ningún actor, ya que sólo aparece en imágenes de archivo), se trata de una profunda
radiografía de la literata y del raciocinio que la llevó a convertirse en una
mujer criticada y vilipendiada por el pueblo judío; un pueblo incapaz de
entender las reflexiones que dejó materializadas en su libro Eichmann En
Jerusalén. Un Informe Sobre la Banalidad del Mal.
La cinta de von Trotta hace un descripción concisa y
extensa del personaje de Arendt, tanto a nivel físico como intelectual,
olvidándose con ello de darle un poco más de nervio y ritmo a su propuesta. De
hecho, todo queda resumido en dibujar su compulsiva pasión por el tabaco y en
desarrollar sus numerosas (y finalmente cansinas) discusiones filosóficas sobre
el Bien y el Mal en compañía de su marido, su cerrado círculo de amigos y los
responsables del The New York Times, periódico al que ofreció sus servicios para reportar
el juicio de Eichmann.
Un film cargado de buenísimas intenciones pero que,
sin embargo, acaba resultando un tanto farragoso y aburrido por culpa de su lento y reiterativo tratamiento.
Un enfoque muy distinto sobre el horror nazi y, en
concreto, sobre el periodo en que el buscado (y jamás encontrado) Josef Mengele
pasó en la Patagonia, es el que se da en El Médico Alemán. Dirigida por la
argentina Lucía Puenzo, la cinta refleja los días en el que el denominado Ángel
de la Muerte se alojó en el pequeño hotel de una familia del lugar y que, ansioso
por seguir experimentando con los genes y el cuerpo humano al igual que hiciera
en los campos de concentración, concentró toda su atención en la figura de
una hija del matrimonio propietario del local: Lilith, una niña de doce
años, demasiado pequeña para su edad, a la que con sus métodos se propuso hacerla crecer en un
periodo mínimo de tiempo.
Una premisa ciertamente escalofriante, y más si se
tiene en cuenta el falso halo de amabilidad y ternura que desprende el
terrorífico Mengele a través de un portentoso Àlex Brendemühl, un actor capaz
de meterse en la piel de personajes ciertamente turbios y sacar de ellos su lado
más inquietante. Entre su enigmática presencia y la enfermiza atmósfera de
misterio y suspense que desencadena la puesta en escena y el guión de la propia
Puenzo, la película engancha y mantiene al espectador totalmente atento a su
intrigante melodrama.
A todo ello, hay que añadirle la fuerza del
sobrecogedor paralelismo que orquesta entre las mutilaciones practicadas por el inhumano Dr.
Mengele y unas muñecas aterradoras que, dotadas de corazón propio, fabrica
artesanalmente el padre de la pequeña Lilith (un correcto Diego Peretti), quien
no acaba de creer del todo en la aparente bondad que muestra su nuevo huésped.
Un producto espeluznante y contundente que, al
contrario de lo que le sucede al título de Margarethe von Trotta, se muestra
totalmente capaz de ir al grano en todo momento. Quizás contenga menos peso
intelectual pero, en contrapartida, posee mucha más chicha cinematográfica. Y
es que, a los nazis, con los tiempos que corren, hay que seguir temiéndoles.
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